Fernando Jáuregui
01:00 • 16 nov. 2015
Creo sinceramente que los nuevos rectores municipales, surgidos de las últimas elecciones locales y autonómicas, carecen de ambición de enriquecimiento personal y están animados por las mejores intenciones. Pero algunos de ellos, muchos, presentan el doble inconveniente de anteponer un ideario político a la mera gestión en favor de los vecinos... además de carecer de la suficiente experiencia para gestionar eficazmente una ciudad. Pongamos que hablo de Madrid pero podría referirme igualmente a Barcelona, Valencia, Zaragoza o Cádiz.
Trabajé hace años al frente de la comunicación del Ayuntamiento de Madrid; eran otros tiempos, pero había problemas similares: la contaminación, los atascos y las muy diversas formas de disfrutar de una ciudad, por ejemplo. Aprendí de mi amigo el alcalde, Juan Barranco, que las ocurrencias no son buenas para regir las vidas de cientos de miles, o de millones, de personas.
Supe también que desde un Ayuntamiento es desde donde en primera instancia se puede procurar el bienestar o la desdicha de muchos ciudadanos. Luego, si usted quiere, vienen otros problemas políticos, económicos o sociales.
Las alcaldadas, con sifón. Por eso, aprendí en aquellos tiempos en los que hacer política era quizá otra cosa, hay que sopesar muy mucho cada una de esas decisiones que tienen un efecto no solamente sobre la economía, sobre los comerciantes o el gremio de taxistas, sino también sobre el individuo, sobre la persona. Y, claro, decidir a las once de la noche que al día siguiente no se puede aparcar en la ciudad de Madrid, en aras de combatir la contaminación, no puede sino causar el caos y que mucha gente se sienta desdichada. Y, además, multada.
Hacer frente a esa contaminación peligrosa para la salud exige muchas medidas encadenadas y planificadas -no surgió el exceso de dióxido de nitrógeno en un par de horas--, entre las cuales tal vez deban hallarse la limitación de velocidad en zonas en las que esa limitación es difícil de cumplir y hasta puede quizá incluirse la prohibición total de aparcar; pero también la bonificación en el transporte público, las facilidades para pagar un aparcamiento subterráneo o ir decididamente hacia el coche eléctrico en ciudad.
Pero ya digo: todo eso debe procurarse lejos de la improvisación hispana, del ordeno y mando, del dejarse llevar por la fobia al automóvil privado y, sobre todo, sin olvidar a quienes, por los motivos más diversos, tienen que desplazarse a la gran urbe desde fuera de ella, tantas veces en horarios imposibles para los trenes de cercanías o con impedimentos de movilidad. No lo ha hecho así la alcaldesa de Madrid, por la que por otra parte siento un profundo respeto personal, ni lo hace así la de Barcelona cuando quiere imponer a todos los ciudadanos sus preceptos programáticos, traducidos en disparates urbanos, económicos y sociales. No es una crítica dirigida solamente a ellas; es un recordatorio, para lo que valga, de que la acción municipal debe estar motivada por el bienestar ciudadano. Y por su seguridad jurídica, gravemente vulnerada cuando te avisan a las once de la noche de una prohibición que empezará a regir pocas horas después y que, ese día, a mí me ha ocurrido en esta jornada en la que escribo, te cambiará, para peor, la vida.
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