Comienzo a sospechar en Albert Rivera una especie de síndrome de Suarez, como si Albert, en el subconsciente, quisiera ser el segundo Suarez de la Segunda Transición.
Los que vivimos aquellos años observamos, de cerca, lo incómodo que se sentía Suárez con Fraga Iribarne, y lo a gusto que negociaba con Felipe González. Aquella fotografía de los dos, pitillo en ristre, en Moncloa, vino a ser uno de los símbolos de esa, por otra parte, difícil etapa. Trasladado a nuestros día se nota enseguida que, por edad y gustos, Rivera está más a sus anchas con Pedro Sánchez que con Rajoy, que tiene más edad y que a Rivera le parece que le va a aconsejar paternalmente, cosa que no aguantaba Suarez de Fraga. Por otro lado, la escrupulosa vigilancia que ciudadanos ejerce con los peperos madrileños que gobiernan la autonomía contrasta con la relajación de Ciudadanos ante las concesiones de Aznalcóllar, o la aceptación de que cada consejero tenga ocho virreinatos en cada una de las provincias andaluzas, un monumento al ejemplo de burocracia superior a las necesidades. Que Ciudadanos, en su programa, quiera suprimir las diputaciones provinciales, y no le extrañe, por ejemplo, que el Consejero de Cultura disponga de ocho delegaciones, ocho, como si Sevilla para entenderse con Córdoba necesitara un embajador, es algo que llama la atención y cuya explicación podría tener su etiología en este síndrome de Suarez que padece, o goza, Albert Rivera.
Creí, al principio, que Rivera tocaría marro y se retiraría a sus quehaceres particulares, pero si se va a entregar a la política y decide quedarse debe desembarazarse de prejuicios y de síndromes, y ser él mismo. Cada tiempo es distinto, y, como decía Heráclito, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río. Ni siquiera en la misma Transición.
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