En mi barrio, en los primeros años setenta, había tres clases de adolescentes: los que estaban estudiando en el Instituto, los que empezaban a trabajar con catorce años, y aquellos que querían ser boxeadores y se pasaban las mañanas sentados en los bancos de la Plaza Vieja repasando en el diario As los combates de Legrá y Urtain.
Los aspirantes a boxeadores se iban a correr por las cuestas del cerro de San Cristóbal y hacían guantes por las tardes en un improvisado ring que montaban en el anchurón de la terraza del cine Moderno. Cuando se duchaban y salían a la calle, destacaban del resto por sus camisetas pegadas al pecho y sus músculos bien marcados, llevando con gesto de superioridad una de aquellas bolsas de deporte de Munich 72 que años después formaron parte del vestuario del gremio de albañiles y peones.
Aquellos muchachos llevaban incorporado el gen del boxeo, el mismo que había empujado treinta años antes a tantos jóvenes de la posguerra a perseguir los sueños a puñetazos para forjarse una fama de héroes locales que apenas le alcanzó para combatir el hambre de la época. Porque detrás de un boxeador casi siempre estaba el hambre y el sueño de una vida mejor que luego terminaba en desengaño. Se dice que Almería fue cuna de boxeadores, que aquí había más afición que en ningún otra ciudad de España, pero a veces no se añade que aquí teníamos también más hambre y que en muchos casos, nuestros jóvenes no tenían otra ilusión que ponerse unos guantes y jugarse la vida por una bolsa de tres duros.
“A cuantos jóvenes almerienses que llevados de una gran ilusión y entusiasmo se calzaron los guantes en la búsqueda de una vida mejor”, dice el prólogo del libro que acaba de sacar a la luz Juan Ortega Beltrán. Es la única historia escrita del boxeo local, una crónica de más de medio siglo que empieza al terminar la guerra civil, en una ciudad arrasada y sin aliento, donde en la mayoría de los barrios humildes las casas olían a sudor masculino, a cuarto cerrado, a humedad eterna y al perfume pegajoso de los braseros pobres. Fue la época de los gladiadores, boxeadores con pocos recursos técnicos y gran entusiasmo. Valientes que por cinco pesetas se partían la boca en la terraza Variedades cuando no tenían lugares para entrenarse ni una ducha decente para asearse. Cuando terminaban el combate, para arrancarse la capa de sudor mezclada con los restos de sangre, se tenían que enchufar una manguera a la intemperie
Juan Ruiz ‘el Salvaje’, ‘el As del K.O.’; Joaquín Benete, ‘la maravilla almeriense’; Juan Marín, ‘el Hércules de bronce’; fueron algunos de aquellos héroes que aprendieron la dureza de la vida a fuerza de ganchos directos al corazón. “No había gimnasios, ni entrenadores cualificados, ni médicos que garantizaran la seguridad de los púgiles. Se entrenaban en el balneario de San Miguel, en el patio del Instituto o corriendo por los montes cercanos. La mayoría era gente sencilla que procedía de barrios marginales donde las necesidades económicas forzaban a los jóvenes a buscar otras salidas”, cuenta Juan Ortega.
En su libro nos lleva también por la década de los sesenta, los años de esplendor del boxeo profesional, con Pepe Bisbal, Manolo Alcalá y Juanito Rodríguez, y por los años setenta, cuando de la mano de Eduardo Gallart se potenció la afición por los barrios y se consiguió un escenario estable donde entrenar y dar veladas de boxeo: la Térmica Vieja, un recinto municipal donde para montar el ring tenían que sacar antes los camiones de la basura.
Almería se llenó en aquel tiempo de valientes que querían triunfar como los ídolos que salían en televisión. La mayoría no llegaron a la meta porque el boxeo no tenía paraísos para tantos dioses, y después de los primeros desengaños iban bajándose del sueño. Hay quien no pudo dejarlo a tiempo, como fue el caso de Juan Rubio Melero. “Su muerte fue el lunar negro de nuestro deporte. Lo empujaron a llegar antes de tiempo al campeonato de España y lo enfrentaron a un rival veterano que lo dejó K.O. para siempre sin que su preparador lanzara la toalla a tiempo”, recuerda Juan Ortega.
El libro que acaba de publicar conserva el perfume de aquel tiempo, y en sus historias se palpa a la vez la ilusión y el desengaño, el miedo y la esperanza. Cada página huele a linimento Esloan, a sudor y a sangre, a esperanzas truncadas, a pequeños triunfos y a grandes derrotas.
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