La ocurrencia podemita de designar a un “independiente” para presidir un gobierno formado por una múltiple confluencia de partidos de izquierdas e independentistas es, además de la prueba del alto sentido de respeto democrático que gastan los bolivarianos ibéricos, un aviso a los navegantes socialistas que quieran oír cantos de sirena rumbo a la Moncloa.
Si Pedro Sánchez no había tenido bastante con pasar a la historia como el abanderado del peor resultado electoral del PSOE, podría culminar su paso por su secretaría general firmando un pacto con quien acabaría convirtiendo al socialista en el primer partido palíndromo de la historia de España: fundado y liquidado por un Pablo Iglesias. Y si el escenario ya es complejo para Mariano Rajoy y el PP, no lo es menos para el principal partido de la oposición, que deberá demostrar si conserva el sentido de Estado forjado en los difíciles años de la Transición o si prefiere ceder a la tentación personalista de encabezar un proyecto condenado no sólo al fracaso, sino a la generación de un escenario perjudicial para España. Actuar con altura de miras y generosidad no sólo contribuiría a mejorar la percepción de la clase política por parte de una sociedad asqueada por casos de corrupción en todos los partidos, sino que también ayudaría a evitar una sensación de desgobierno e inseguridad que ahuyentase las necesarias inversiones. El desánimo que por tan justificadas razones ha evidenciado la sociedad podría corregirse si los dos principales partidos demostrasen que, cuando verdaderamente es necesario, son capaces de entenderse poniendo los intereses de la sociedad española por encima de los de sus formaciones políticas. Eso sería una mejor y más valiente demostración del “tiempo nuevo”, que esas insólitas presidencias rotatorias que han llegado a sugerir unos o los inquietantes mandatos designados que apuntan otros.
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