Los independentistas catalanes habían calibrado bien la debilidad del Estado, pero no la suya propia. Alimentados por la infausta política del Partido Popular (que si en lo económico empobreció a Cataluña como al resto de España, en lo estrictamente político la humilló aún antes de acceder al gobierno con su brutal oposición al Estatut), los secesionistas catalanes, reforzados de súbito por un Mas que andaba buscando territorios salvíficos donde alebrarse tras los escándalos de su partido y de su patriarca, Pujol, creyeron haber encontrado el momento de asestar su golpe con el refrendo de una amplia mayoría de la población.
El Estado español en manos del PP y de su desnortada y cruel gestión de la crisis económica, daba señales de una fragilidad extrema, pero la fortaleza de la intentona independentista que pretendía aprovecharla era ilusoria y quimérica.
La CUP, que se habría autodisuelto de haber proclamado presidente de Cataluña a un capitalista del tamaño de Artur Mas, ha tenido que elegir entre matar o morir, matar el “procés” o morirse como partido revolucionario y anticapitalista, y de ahí su agónica incertidumbre y sus dilatorios empates. A lo último, ha optado por lo menos malo para ella, pero si su NO a Mas ha sido tan decisivo no ha sido por su fuerza social, ni por su potencia electoral y parlamentaria, sino por la debilidad fantasmática del embeleso independentista, que supuso, y aún siguió suponiendo contra toda evidencia tras los resultados del 27-N, que el catalanismo, mayoritario en el país sin lugar a dudas, iba a mudarse automáticamente al independentismo alocado, lesivo, imposible, que Junts Pel Sí imponía.
El aventurerismo secesionista de Mas ha sido tan poco catalán, que la CUP, con su anacronía y su rudo romanticismo de calle, ha tenido que venir a ponerle, bien que a su pesar, el “seny”. Lógico que los iluminados del paraíso independentista la acusen de Alta Traición, pues si algo no ha soportado nunca ésta movida ha sido la sensatez, la mesura, ni aún en dosis homeopáticas. Veían la debilidad del otro, pero no la propia.
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