Si Pedro Sánchez no logra culminar con éxito su aventura para llegar a la presidencia del Gobierno, en la carnicería en la que se convertirá el PSOE , hay un detalle en el que casi nadie ha reparado y no por torpeza, sino porque casi siempre que el ruido azota el árbol no deja ver la raíz que lo sustenta.
El relato escrito por los dirigentes socialistas desde el 20- D dibuja un escenario en el que se perciben dos posturas distintas que, a veces, se antojan antagónicas.
De una parte se sitúan quienes desde aquella noche en la sede de Ferraz aclamaron a Pedro Sánchez al grito de “presidente” después de haber cosechado el peor resultado electoral en los últimos treinta y nueve años. El humo de la formidable pérdida de votos y escaños del PP les oscureció tanto la razón y despertó tanto la ambición que no quisieron darse cuenta que el desplome propio les situaba en una posición más profunda que el PP en aquel pozo de la derrota en el que la constatación del malestar ajeno servía de autoengaño para suavizar el propio. ¿Por qué se felicitaban aquella banda de funcionarios del partido; qué celebraban en medio de la humillación del peor resultado en las cuatro décadas democráticas; quien fue el ilustrado que le transmitió a Sánchez la convicción de que habían hecho historia con el peor resultado de la historia? Tres preguntas distintas y, tal vez, una sola respuesta verdadera: la ambición.
Las dos almas que conviven en el PSOE están divididas por su distancia con el Poder. Veamos por qué.
Dibujemos el mapa del poder territorial socialista. País Vasco, Galicia, Cataluña, Madrid o Murcia son comunidades en las que los socialistas no tienen ningún poder ni municipal ni autonómico; es más, en algunas de ellas no sólo no son la primera fuerza, sino que son la tercera o la cuarta, sin posibilidad cercana de regresar a los gobiernos.
En la otra parte del mapa están Andalucía, Extremadura, Castilla la Mancha y Valencia. Comunidades en las que gobiernan los socialistas, en algunas con apoyo de Podemos, pero en todas con una base electoral fuerte y consolidada que les propicia percibir el futuro con menos ansiedad que la de sus compañeros situados en la periferia cuando no en la casi irrelevancia.
Una vez dibujado el mapa, la pregunta que surge es dónde se encuentra la razón o las razones para que sean las direcciones de los más alejados del poder las que tengan más urgencias y menos objeciones para aliarse con quien sea necesario para llegar al gobierno. La respuesta está en el viento que mueve el calendario. Quienes se apostan en este lado de la orilla socialista saben que ahora o nunca. O Pedro Sánchez llega a La Moncloa y, con él, todos ellos a los más de dos mil puestos que nombra cualquier gobierno o si fracasa ninguno tendrá futuro político. Todo se habrá consumado y serán otros los que tendrán que hacerse cargo de un campo de batalla sumido en la derrota y en que solo habrá muertos o heridos. De la aventura de futuro incierto iniciada por Sánchez esta semana, nadie saldrá indemne.
Es tanta la ambición y tanto lo que se juegan Sánchez y su entorno que en las horas transcurridas desde que el martes el Rey le encargara el inicio de conversaciones para formar Gobierno, sus seguidores se encuentran invadidos por un estado de euforia que podría resultar conmovedor si no fuera porque podría rozar la ingenuidad.
Sánchez ha iniciado un viaje que le puede conducir al todo o a ninguna parte. O mejor dicho, a la Presidencia del Gobierno o al definitivo ocaso político de quién creyó como Herodoto que “el estado de ánimo es tu destino”, pero ignoró que la aritmética parlamentaria impide casi siempre convertir, aún a pesar del demostrado voluntarismo de estos días, la quimera en realidad.
Esperan semanas apasionantes en las que se decidirá el futuro de España. El candidato socialista ha emprendido un relato político que le convierte en protagonista pero en el que también él puede ser, si no llega a la meta, la primera víctima. Y para él no habrá recuperación posible.
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