Son las Ferias y Fiestas de la Ciudad, como reza su propio enunciado, y a toda la ciudad incumben al final, en efecto. A los dos feriales, el de la Noche y el del Mediodía, que son las dos sedes, hay que añadir una atmósfera que lo llena todo y llega a cada barrio, a cada rincón de Almería.
Todo es distinto. El número de visitantes es el más alto del año, muchos de ellos almerienses que viven fuera pero no quieren perderse su Feria. Los vecinos salen más que nunca. Los establecimientos de hostelería trabajan a menudo hasta reventar. La ciudad, por momentos, parece un caos. Y, sin embargo, no lo es.
Cuando los más rezagados vuelven del Ferial a casa, ya de madrugada, las brigadas municipales están limpiando. Cuando se circula, con las lógicas restricciones, por la ciudad, está todo tan indicado que se hace llevadero. Si se prefiere el desplazamiento en transporte público, hay rutas especiales de autobús. Al final no parece ni que haya tanta gente, ni que los residuos de bares y similares se redoblen, ni que exista inseguridad especial pese a lo que una Feria masiva supone.
Una Feria no es sólo lo que se ve, sino también lo que no se ve, como le sucede a todo en la vida. La Feria es, sin duda, el Alcalde cuando presenta el programa, el pregonero cuando llama a la alegría, el torero cuando da la media verónica, el cantante cuando entusiasma o el cocinero cuando prepara la tapa; pero la Feria es también la tranquilidad que le aportan los bomberos y policías, la limpieza que le dan los profesionales del servicio de basuras, la conectividad urbana que le facilitan los conductores y taxistas; pero la Feria es también las horas que quedan atrás de trabajo en despachos para coordinarlo todo, contratar a quienes van a actuar, negociar con los feriantes.
Justo es reconocérselo, aunque en el fragor de la fiesta a veces no nos acordemos de ellos.
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