Ha muerto Fernando Mora, el eterno vendedor de Iguales que durante años tuvo su puesto instalado en la calle de las Tiendas. Siempre lo recordaremos por su gesto serio y por su alma festiva. En apariencia parecía un tipo severo, casi inaccesible, pero detrás de aquella barrera aparecía un personaje lleno de ocurrencias, dispuesto siempre a festejar los pequeños detalles de la vida compartiendo sonrisas con los amigos alrededor de una cerveza en la barra de Casa Puga.
Fernando Mora fue un niño de barrio y además un niño de posguerra de los que supieron de verdad el valor auténtico de un trozo de pan y una olla de lentejas. Creció entre las pencas salvajes y las casas húmedas y desordenadas de la desaparecida calle Mirasol, una de las que bajaban por la parte sur de la loma de San Cristóbal. Entonces, la infancia era un período corto, tan irreal que a los ocho años los niños empezaban a trabajar porque tenían que colaborar para sacar su casa a flote. Ir a la escuela era un lujo que la mayoría de las familias no se podían permitir.
A esa edad, a los ocho años, Fernando Mora entró como ayudante en el bar Federico, situado en una de las esquinas de la Plaza Marín cuando aquel escenario era un lugar de paso de todo el torrente de vida que iba y venía al entorno de la Plaza Vieja. Como no tenía edad ni estatura para despachar en la barra, se pasaba el día subido sobre un cajón de madera para poder llegar a la pila, y allí fregaba los vasos que iban dejando los camareros.
Desde muy joven también empezó a compartir su profesión en el bar con la de vendedor de frutos secos. En sus ratos libres cogía la cesta de mimbre y se iba a la calle en busca de los niños cuando salían de los colegios.
Los domingos el negocio estaba en el puerto y en el parque al sol de la mañana, y por la tarde al fútbol con su cargamento de cacahué y pipas. Allí dio a conocer su vocación de portero y su gran estilo y técnica para coger las monedas al vuelo desde larga distancia. Antes de que comenzaran los partidos, el espectáculo estaba en la grada, cuando al bueno de Fernando le llovían las monedas desde los trancos más altos y casi sin mirar, alargaba la mano como si fuera Iribar y cazaba la moneda con precisión matemática, ganándose el aplauso del respetable.
En 1963 se fue a trabajar a la cafetería Las Vega, en la esquina frente al edificio de Correos, que a comienzos de los años setenta empezaba a ser uno de los más importantes de la ciudad. Los jóvenes se citaban allí para pasar la tarde, aprovechando que era un rincón de confianza con un ambiente familiar y campechano. Los grupos de amigos se reunían al salir del instituto, juntaban cinco duros y se pedían un litro y ocho tapas, y así, entre cerveza, canciones y tabaco, hacían sus pequeñas revoluciones de andar por casa.
Fue camarero de Las Vegas y después pasó por el Castilla, La Madrileña, la Flor de la Mancha y el Club Náutico. En 1974 le salió la oportunidad de su vida, tener por fin un empleo estable que le resolviera el futuro. Entró a formar parte de la plantilla de la ONCE y allí estuvo hasta que en el 2000 se jubiló.Como era un hombre de calle, como necesitaba el contacto diario con la gente para sentirse vivo, cuando le tocó cobrar el retiro siguió vendiendo cupones, no para él, sino para echarle una mano a una compañera y de paso no perder el contacto con sus amigos.
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