Pudo ser El Oro del Rhin la primera cervecería de postín de Almería, con camareros gastando pajarita y cuello almidonado, que servían la cerveza Damm o la Cruz Blanca en jarras de metal, en una estancia espaciosa y dotada de un novedoso ventilador eléctrico.
Allí acudían los vendedores de uva de los años del Charlestón, antes que América cerrara las puerta con la excusa de la mosca mediterránea; los marchantes de ganado que hacían tratos sobre los veladores de mármol y que tenían a su disposición un teléfono de baquelita en la trastienda; los empleados del almacén de almendras de Cristóbal Peregrín; carabineros como el de la imagen, con la gorra en el regazo, que acudían a refugiarse del sol almeriense y emprendedores como el vendedor de higos al por mayor, Enrique Martínez, que aparcaba los serones en la puerta para refrescarse el gaznate con una Moritz, frente al cartel de Anís del Mono.
El establecimiento, regentado por Bernardo Castillo Moreno, era uno de los mentideros de esa ciudad provinciana de la época y a sus puertas se apostaban barquilleros, buhoneros y limpiabotas -como en una parisina corte de los milagros- que se humedecían la frente en el cuarto de aseo y se orientaban con los toques horarios del carillón instalado en la pared. Eran años en los que el rubio mejunje de malta le iba comiendo terreno a los pellejos de vino de Jumilla y de La Mancha con los que se alegraban el alma nuestros tatarabuelos.
No era Almería una ciudad de gran tradición cervecera, aunque ya hacía décadas que los bares la dispensaban para los clientes más cosmopolitas. Las primeras referencias que se tienen de una cervecería específica en la ciudad son las de la Cervecería Inglesa, abierta en 1879 por un francés españolizado que respondía al nombre de Enrique Carbonne.
Estaba situada primero en la calle Real de la Cárcel y de allí se trasladó al Paseo, donde daba almuerzos a ocho reales y bailes de rigodón por las noches. Al poco tiempo, el gabacho transformó el local en un restauran al gusto francés con sala de billares y fonda. Presumía en sus anuncios de la época, Carbonne, de que nunca cerraba la cocina, ni de día ni de noche y por allí pasaron célebres toreros como Cara Ancha después de los encierros en el Coso de Vilches.
Esos primitivos bares y cafés de finales del XIX y principios del XX se fueron abasteciendo de barriles y cajas de botellas que les servían los agentes comerciales de las principales fábricas de cervezas del país: la espumosa Cruz Blanca la representaba Terriza en su almacén de la Plaza de San Sebastián; la genuina Moritz la servía Ortuño, en su esquilmo de la calle del Muelle; la selecta Damm, era exclusiva de la Agencia Marítima Romero Hermanos y el gacetillero Manuel Soriano Martín -después redactor jefe de Yugo- se pluriempleaba como representante de El Aguila Negra.
El primer escarceo para fabricar esa rubia bebida en Almería fue en la fábrica La Perfección, que abrió en la calle Murcia en el lejano 1878, sin mucho éxito que se sepa. También lo intentaron de forma artesanal los industriales Francisco Lozano y Manuel Villegas y en Huércal de Almería, en la Cuesta de los Callejones, hubo un intento de fabricación que tampoco llegó a cuajar.
El Oro del Rhin, por tanto, que tomó el nombre prestado de una ópera de Wagner, consolidó una recia clientela en el Paseo del Príncipe Alfonso, 35, lo que hoy es Cortefiel, desde que abriera sus puertas en 1928, en el mismo local en el que antes estuvo antes la Cervecería Moderna desde 1905, de Antonio García Cañadas. Bernardo Castillo, su nuevo propietario, un almeriense con iniciativa, supo sacarle todo el jugo posible a ese céntrico local que competía con otros de la época como El Mediterráneo, el Viena, El Fontanita, El Porvenir, El Suizo o El Capitol.
El establecimiento de Bernardo, con una plantilla siempre en perfecto estado de revista, adquirió nombradía por su selecta cerveza bien tirada desde la barra, por sus tapas de patatas inglesas y boquerones en vinagre, por su ponches y, sobre todo, por sus horchatas y helados de mantecado y de avellana que servían a domicilio a través de un cosario o que se llevaban para la merienda en bandejas las criadas de los señores que vivían en las casas señoriales del Paseo.
El Oro del Rhin se favorecía de la cercanía de la parada de los coches del Alsina de los pueblos, que vomitaban viajeros sedientos que soñaban con llegar para tomar una cerveza helada en verano o un Coñac Caballero en invierno.
Era aún una Almería gobernada por caciques, plagada de braceros, de sansculottes que emigraban a la menor oportunidad al Brasil o a la Argentina en grandes barcos de vapor. Era aún una ciudad, de apenas 50.000 almas, sin más vida que el Paseo, donde la gente sucumbía aún por docenas a diario por el tifus, la viruela o la escarlatina.
La cervecería de Bernardo Castillo, que falleció durante la Guerra en 1938, fue uno de esos establecimientos que aguantó los años de la contienda - como el Colón o el Gambrinos- y reabrieron ya con un nuevo domicilio: Paseo del Generalísimo, que antes había sido del Príncipe y después Avenida de la República. Se sumaron nuevos establecimientos cerveceros, como Apoita, La Madrileña.
Pasaron los años y el Oro del Rhin, esa cervecería tan almeriense de nuestros abuelos, el capricho del arriesgado Bernardo Castillo, de camareros como sacados de los jardines de Versalles, se convirtió un tiempo en Cafetería Tívoli, hasta que languideció y cerró definitivamente para ser hoy una gran tienda donde comprar pantalones, corbatas y chaquetas.
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