24 horas en la vida de un tendero

Apenas quedan tiendas de comestibles familiares en el centro de la ciudad. Han ido muriendo por la competencia de las grandes superficies y por la dureza de una profesió

José Enrique López Andrés mantiene de moda su tienda de ultramarinos en la calle Castelar.
José Enrique López Andrés mantiene de moda su tienda de ultramarinos en la calle Castelar.
Eduardo D. Vicente
20:20 • 07 may. 2016

Al entrar en la tienda uno tiene la impresión de que esas latas de conserva que asoman en las estanterías son las mismas que nos miraban cuando éramos niños y nos quedábamos colgados del techo leyendo los nombres de los puertos de donde procedían: Bermeo, Santurce, Laredo. La  tienda es un homenaje continuo a la memoria y nada más atravesar su puerta uno tiene la sensación de regresar cuarenta años atrás, cuando conocíamos a los tenderos por su nombre y cuando el tendero lo sabía todo de nosotros, hasta el insuficiente en Matemáticas que nos habían adjudicado en la última evaluación.




La tienda se ha ido alimentando de los recuerdos y en cada centímetro de estantería, en cada palmo del mostrador de mármol, se percibe el rastro de tantas generaciones de clientes que han ido pasando por allí. Una parte de la historia de aquella manzana entre el Paseo y la Plaza de San Pedro ha quedado escrita entre las cuatro paredes de Ultramarinos San Antonio, y hoy, muchos de los clientes del negocio son los hijos o los nietos de aquellos primeros parroquianos del año 1940.




Es la última tienda de coloniales, el último negocio familiar que se conserva en el centro y que ha podido sobrevivir a la competencia de las grandes superficies comerciales y a los establecimientos de los chinos, que empezaron abriendo bazares y se han quedado con todas las fruterías y verdulerías de la ciudad.




Al frente del negocio está José Enrique López Puertas, que heredó el oficio de su padre, que trabaja como un chino, pero que mantiene el trato cercano con el cliente, ese espíritu familiar que está presente en los pequeños detalles: la amabilidad constante, la preocupación por ofrecer el mejor género, y ese lote de sillas frente al mostrador que te invita a pasar aunque no tengas nada que comprar, aunque sólo sea para echar un rato de conversación.




Las prisas no existen dentro de la tienda. El ritual de la compra exige unos instantes de tregua en los que el tendero te mira a los ojos, te pregunta por la familia o te gasta una broma. Tampoco hay que hacer colas como en la caja de un supermercado donde nadie se mira, donde nadie se reconoce y donde una cajera intenta ser amable dándote las buenas tardes mientras te intenta vender una bolsa.




José Enrique López Puertas es un tendero tradicional, como antes lo fue su padre, de los que viven para la tienda, de los que se acuestan en la cama pensando en el género que tienen que traer al día siguiente, de los que nunca tuvieron un mes de vacaciones.




Sus días son agotadores, a veces idénticos los unos a los otros. A las seis de la mañana, antes de que amanezca, ya está de pie para afeitarse con tiempo y despertarse en la ducha. A las siete está en la calle con la furgoneta. Tiene que repartir por los hoteles y visitar los almacenes mayoristas para que nada le falte a la hora de abrir las puertas.




A las nueve de la mañana levanta las persianas y despliega las velas del negocio ayudado por su fiel empleado de siempre, Rafael, el hijo de Falito, el pajarero de la Loma de San Cristóbal. Es el que colabora despachando y el que se encarga de llevar los recados por las casas. Uno de los secretos del establecimiento es que sigue acercando la compra hasta la misma puerta del cliente.


La tienda tiene sus tiempos. A primera hora de la mañana reina la tranquilidad y uno puede pasar y sentarse diez minutos a hablar con el dueño. Después, entre las doce y las dos y media de la tarde, el ritmo se hace infernal y la tienda se llena de ajetreo.


En esos instantes en los que se trabaja a toda máquina, el tendero nunca pierde la compostura. Para cada cliente tiene una frase a mano, un detalle, un gesto amable. Si la señora ha estado en la cama por culpa de un resfriado, al tendero no se le olvida preguntarle como lleva la convalecencia y recordarle que si se encuentra mal, si no puede salir de su casa, no tiene nada más que levantar el teléfono y llamarlo, que en media hora tendrá el pedido en su casa.


A las tres de la tarde la calle de Castelar se va apagando al mismo ritmo que decae  la vida de la Plaza de Abastos. Es el momento de irse a comer. El tendero, como los tenderos de antes, vive tan ligado al negocio que la casa la tiene encima y no pierde el tiempo en desplazarse, lo que le permite poder echar una pequeña siesta para volver al frente a las cinco.


Las tardes son más pausadas, sin grandes altibajos. La clientela fluye como un río sereno y el ambiente se presta a las tertulias. Más de una vez, en esas tardes de invierno en las que es difícil encontrar una silla libre en el establecimiento, algún viajante ha pronunciado la frase: “Qué a gusto estáis. Os falta sólo el brasero”. Y es que la tienda de  ultramarinos de la calle de Castelar conserva el alma de los salones  de estar de toda la vida donde se hacía la vida alrededor del brasero y de la mesa de camilla.


La jornada termina a las nueve. Comprueba las luces, cierra las puertas, recoge los papeles del día y se sube al piso a cenar. A veces, entre bocado y bocado, el tendero repasa las cuentas y pone en orden el listado de lo que tiene que comprar para el día siguiente. Mientras  se escucha de fondo la voz del presentador del Telediario, el tendero va terminando la faena tras doce horas de intenso trabajo. Con los últimos números en la cabeza, da las primeras cabezadas en el sofá.



Temas relacionados

para ti

en destaque