El candidato Goyo nos engañó. Había ganado las elecciones a delegado de la clase de COU B con el PUF (Partido de la Última Fila) bajo el compromiso de que gestionaría la instalación de un perchero, de que negociaría cerveza gratis en la fiesta de fin de curso y que presionaría al Ministerio para que desapareciese ese mismo año la temida Selectividad.
Fueron consumiéndose los meses de ese curso de los 80, Goyo fue engordando a medida que devoraba palmeritas de chocolate en el recreo, y, como a tantos políticos, se le fueron olvidando las promesas electorales de septiembre.
La Selectividad terminó llegando como el lobo, con toda su carga de angustia para esos escolares que se estaban convirtiendo en hombres y mujeres ilusionados en ingresar en una nueva vida universitaria en Granada o en Madrid, alejados por fin del claustro materno.
Pharmaton Complex y agua en la nuca
Pero antes, quedaban por saldar esas madrugadas de termos de café y paquetes de Ducados, estudiando en comandita, noches de Pharmaton Complex y agua fría en la nuca por la mañana; antes, quedaba por solventar el miedo que nos merodeaba a quedarnos en blanco en la inmensa sala de Humanidades de la UAL, en el examen de Lengua, de Historia o de Química.
Era jugárselo todo a una carta para ver si la nota te daba para entrar en Bellas Artes o Enfermería, era tu futuro barajado en tres asaltos. Los días se hacían eternos, con los libros abiertos y en el radiocasette sonando música de Pink Floyd; o cuando te ibas a la Villaespesa, pero no conseguías concentrarte porque descubrías que a la compañera de pupitre le había explotado la primavera.
La Selectividad de todos nosotros fue durante 42 años ese examen que te podía convertir en ciudadano romano o dejarte con los de la plebe, ese toro de mihura, que no requería pases por naturales sino memoria fresca e inteligencia ordenada, con el que los profesores como Trino Gómez o Ramón Tapia te asustaban para que te esforzases, como se asustaba a los niños de toda España con el Sacamantecas de Gádor.
Habías aprobado el año académico, pero quedaba el último hito en el camino a la Universidad, tras el paréntesis vibrante del viaje de fin de curso, en el que algunas cosas habían pasado por primera vez, en esas noches de Mallorca o Lloret de Mar.
Y tras el goce, volvían las madrugadas de flexo y canícula, con Platón y la tabla periódica como compañeros de insomnio, con los bichillos de verano sobrevolando la bombilla azul, dándole vueltas a la cabeza sobre si tomar anfetas o no, cuando circulaba por las clases esa leyenda urbana de que un alumno de un curso anterior se tomó tres y salió volando por la ventana creyendo que era el gavilán de Pablo Abraira.
A veces no podías más y te relajabas poniéndote en el walkman una cinta con chistes de Eugenio, pensando en que de que tocara el Despotismo Ilustrado o la Cuestión de Dios en Nietzche dependía que te pudieras ir el próximo curso a Granada con tu novia a estudiar Filología.
Tila y croissant
Llegado el Día D, las puertas de los institutos almerienses donde se hacían los exámenes se llenaban de autos y vespinos en doble fila, con padres dando besos a sus hijos, amortiguados por la vergüenza que sentían por la escena ante sus compañeros. A las 9 ya estábamos estabulados, cada uno en su cubil, habiendo dejado las mochilas en la entrada, con una banca de separación, con el DNI en la parte superior derecha de la mesa, con la tila y el croissant dando vueltas aún en el estómago, con los ojos vidriosos del duermevela.
Las mañanas de Selectividad olían a colonia a granel, con un paisaje de profesores tiesos, mirando por encima de las gafas a un tropel de rostros angustiados, auditando cualquier movimiento de copiado.
La oposición de Gomez Angulo
La Selectividad nació en 1974 con la Ley Esteruelas, el año en que Cruyff era el mejor pero los que ganaban, como siempre, eran los alemanes. Surgió como consecuencia de la creciente demanda de estudios universitarios que obligó a seleccionar a través de una prueba el acceso a las facultades. Juan Antonio Gómez Angulo, que era entonces procurador en Cortes por Almería, se manifestó en contra de la prueba porque decía que traicionaba la Ley de Educación.
También hubo fuertes protestas esos años iniciales por parte de los alumnos almerienses de BUP y COU en La Salle y en el Alhadra, con asambleas y con el apoyo de los profesores que consideraban que condicionaba su labor pedagógica.
Pero la Selectividad prosperó, como heredera de las reválidas y pruebas de madurez que tenían que afrontar nuestros padres tras seis años de bachillerato que los dejaban más escurridos que al Licenciado Vidriera de Cervantes.
Después, la experiencia demostraba que esos exámenes postreros, con el pensamiento puesto en la arena de la playa y en la pólvora de las ferias de verano, no eran tan terribles y aprobaba el 90% de los alumnos. Esta semana que entra será la última de aquella Selectividad que el maldito Goyo nos prometió en falso que se cargaría allá por los 80. Serán 3.126 los almeriensitos de esta quinta que se enfrentarán mañana a esta discutida prueba, como últimos reclutas de una mili académica que ha durado 42 años y que será sustituida por una nueva reválida, lo que demuestra que la historia es circular.
Del blanco y negro al plasma
Cuando la Selectividad empezaba, aún se escribía con tiza en la pizarra, aún había que besarle el anillo al obispo por mucho que Ágata Lys empezara a destaparse y la tecnología punta en una casa era el teléfono de baquelita.
Nació con la tele en blanco y negro, con la Señora García se confiesa y se despide con el plasma y el Cuéntame, con media Almería enviando twitter y la otra media leyéndolos.
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