Hubo un tiempo en que Almería no solo era uva dorada o dulzonas naranjas, esparto rubio de los montes o plomo oscuro de su tuétano; hubo una época, no tan remota, en la que del mismo Paseo, hoy tan abigarrado de impolutos comercios, salía la mayor producción de almendras de la Península Ibérica: blancas semillas de Malagueñas o Jordanas, peladas y empaquetadas en cajas de madera, que se conducían en camionetas hasta el Puerto y se cargaban en barcazas para aproximarlas a las bodegas de los grandes vapores rumbo a la Inglaterra de Jorge VI.
Antes, estoicas mujeres, antecesoras de las manipuladoras de tomates y pimientos actuales en el Poniente, habían partido y cribado esas pepitas, como si fueran de oro de California. Todas ellas, sentadas oreja con oreja, iban depositando sobre la cinta el fruto seco ya bruñido que caía al capazo bajo la mirada bonachona del encargado Haro.
Los mozos con gorra americana calada, de esas que se ven en las películas del Chicago de Alcapone, iban amontonando los cestos y serones en la puerta de la fábrica, aguardando el transporte, mientras guiñaban el ojo o pasaban el botijo de Agua de Araoz a alguna de aquellas jovencillas con las que luego se casarían y criarían al menos media docena de hijos.
sí fue durante años en esa Almería portuaria, cosmopolita, en la que Europa, sobre todo Inglaterra -aún no habían emergido los alemanes- nos lo compraba todo.
Sobresalía entonces esa fábrica de almendras y espartos, que empleaba hasta 300 operarios y relucían los galones de su atildado amo, Antonio Peregrín Zurano, un emprendedor que multiplicó con brío la herencia que le legó su padre y que fue presidente de la Cámara de Comercio en 1929, del Puerto en 1931, vicepresidente de la Diputación en 1930, concejal de Aguas y Alumbrado en 1925 e impulsor, en 1945, de la primera Asociación Nacional de Exportadores de Almendra.
La historia de esta saga de prósperos peregrines arranca a finales del XIX en Pulpí, un pueblecito más murciano que andaluz (como ahora, por otra parte), cuajado de emprendedores (como ahora también), con un ferrocarril a pie de campo (como ahora no) y con producciones de cereales, almendras, higos y aceite, 600 hectáreas de regadío y 500 de secano. Allí trabajaba de aparcero, en la finca de Los Antones, Cristóbal Peregrín Caparrós, pariente de ese célebre Emilio Zurano, El Pastorcico de Pulpí.
Con los rentos que fue ahorrando y con su ingenio rural, fue comprando cotos de esparto en Baza y en Almería, a donde viajaba con frecuencia a principios de siglo para hacer negocios, hospedándose varios días en Hotel La Perla. En 1917, el año de la revolución rusa, ya estaba funcionando su fábrica de espartos y almendras en el Paseo, con huelgas bolcheviques y braceros que pedían dos reales de aumento de jornal.
Murió solo dos año después y legó sus negocios en testamentaría a sus siete hijos: Antonio, Encarnación, María, Emilia, Juan, Eloisa y Cristóbal. Fue el primero, que se había marchado a la Academia Militar, quien regresó y asumió los poderes de la fábrica y de los bienes de la familia. Antonio era entonces un jovencillo de poco más de 20 años, de quien sus hermanos dudaban por la vida bohemia que había llevado hasta entonces.
Maduró a palos, Antonio, fue aprendiendo los secretos de la exportación, a fuerza de viajes a Londres, y se integró, por derecho propio, en esa nómina de prohombres almerienses de los años 20 y 30 -como Navarro Moner, González Egea, Romero o López Quesada- que protagonizaron reformas de calado e impulsaron la actividad económica sostenida en los fletes marítimos.
Durante la Guerra huyó a Inglaterra donde acrecentó sus contactos comerciales y donde consiguió aprender un inglés fluido. La fábrica de espartos y almendras de Peregrín abrió cuando el Paseo se llamaba del Príncipe Alfonso, continuo con la Avenida de la República y con Avenida del Generalísimo. Contaba también con oficinas administrativas en Conde Ofalia, con Francisco Cañadas como hombre de confianza, con una pionera dirección telegráfica y telefónica, y con almacenes en la calle Martínez Campos, donde después trasladó la factoría.
Peregrín extendió sus tentáculos comerciales abriendo almacenes en Aguilas, Aranjuez, Toledo, Villarrobledo y compró la célebre finca de El Cautivo , en Campohermoso.
Con los años introdujo también las exportaciones de alcaparras, al tiempo que languidecía el esparto y medraba la almendra, vendiendo la cáscara para el motor de gasógeno de los vehículos de la época.
Los principales expendedores de frutos secos en esos años en Almería eran también la firma Bevan, Francisco López, de Berja, y José Sánchez Fernández, de Huércal-Overa. Fue mecanizando su producción y pasó de partir el fruto en fábrica a comprarlo a Antonio Gallardo, de Huércal Overa, a los Rojas, de Totana, y a sus primos peregrines, en Pulpí, los antecesores de la actual Primaflor, el gigante de las lechugas, y la SAT Peregrín, líderes en la producción de ajos.
No fue Antonio Peregrín un duro empresario de mandíbula de acero. A pesar de sus aspecto elegante, de bon vivant, de opíparos restaurantes y pañuelos de seda, fue un bienhechor, impulsor de Asistencia Social en Almería y en el pago de Seguridad Social a algunos empleados más necesitados, cuando aún no existía, y donó los terrenos donde se construyó la ermita de la Patrona en Torre García. Murió en Madrid en 1967, acompañado de su esposa María Caparrós, con la pena de no haber podido tener un hijo. Legó todo su imperio exportador a su sobrino Atanasio Rubio Peregrín, que terminó vendiéndolo a la multinacional Borges.
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