Existía un gremio de ‘colados’ profesionales que estaba inscrito en ese sindicato urbano de pandillas de trancos y futbolines que formaban el golferío suburbial que tanto se extendió en los años sesenta y setenta. Venían de los barrios con su aspecto inconfundible de desocupados, arrastrando con desgana ese glamour arrabalero, mitad chulesco, mitad pasota, que se puso de moda en aquel tiempo. Algunos respondían a un estereotipo generalizado: pantalón de campana, camiseta ceñida al torso, media melena, paquete de tabaco en la cintura y peine en el bolsillo para no perder nunca la compostura, aunque estuvieran escalando una pared de diez metros de altura.
En mi barrio había grandes expertos en la suerte de colarse a los toros, que solían reunirse por las mañanas en los bancos de la Plaza Vieja. Eran los primeros años setenta y además de lucir la indumentaria clásica de la época, anteriormente citada, dominaban la jerga que empezaba a implantarse en las tribus urbanas, en la que aparecían palabras y frases de nuevo uso como el célebre “yo paso” y aquella expresión de “chachi dabuten” que venía a ser como el ‘OK’ de los americanos. Recostados a la sombra, en los bancos de hierro, iban planeando la aventura taurina de asaltar los muros de la plaza para gozar del placer de colarse. Muchos de ellos se colaban por la excitación de la aventura más que por ver la corrida. Había en ellos un punto de exhibicionismo: los que se colaban adquirían un estatus, un prestigio de barra de bar y pandilla que los condecoraba al menos durante un verano.
Solían atacar los muros de la Plaza de Toros por la fachada principal para disfrutar de esa doble excitación que proporcionaba la escalada prohibida ante la mirada de la multitud. Había un punto de heroísmo en aquellos corsarios que se jugaban la vida a cambio de casi nada. Lentamente iban subiendo con descaro, aprovechando cualquier rugosidad de la pared, cualquier arista que sobresaliera, las rejas cómplices de las ventanas, los relieves de la puerta grande, hasta alcanzar por fin la cornisa principal. Una vez arriba respiraban profundamente y con el orgullo de un alpinista miraban al horizonte para disfrutar del paisaje, recreándose en su proeza, mostrando su valentía al gran público, exprimiendo esos segundos de gloria antes de que los policías fueran a buscarlos. Sabían que allí arriba, en el abismo de la cornisa principal del coliseo, eran intocables porque el más mínimo descuido podía originar una tragedia y los guardias no se atrevían a provocarla. Aquellos felinos se conocían la plaza como la palma de sus manos y sabían donde estaban los rincones más seguros para ver la corrida sin levantar sospechas ni ser descubiertos. Hubo casos de ‘colados’ que se metieron debajo de las gradas de madera de los palcos para comerse la merienda del respetable antes de tiempo. El que lo conseguía era rey por un día: había entrado gratis a la corrida y además se había ‘hinchado’ de pasteles y vino dulce “por la cara”, toda una conquista.
Por la noche, cuando se reunían para ir a la Feria, se contaban sus hazañas exagerando los peligros y saboreaban el honor de haber coronado con éxito su gran aventura taurina. Aquellos piratas fueron hijos de un tiempo. Hoy nadie se jugaría la vida por entrar sin pagar a los toros.
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