Se hubiera llamado Anica, pero se apagó como una lámpara una mañana de 1925, a los pocos días de nacer, en el Cortijo del Corral Hernando de Mojácar. Su madre, María Ruiz, la amortajó con ternura, envolvió su cuerpecillo en un velo transparente y la depositó sobre unos almohadones estampados, a la espera de que llegara Pepe el retratista con su cámara a lomos de una mula.
La foto, coloreada con mimo, cruzó el Estrecho como tarjeta postal hasta llegar a Alhucemas, al Campamento del Quemado, donde su padre, Antonio González, cicatrizaba heridas tras el célebre Desembarco. Pasaron los años, y esa foto de la hija que no conoció permaneció siempre cerca de su cartera de soldado, como un mechón de su amada, preguntándose cómo habría sido la vida de la criatura si hubiera sobrevivido.
Hubo un tiempo en esta lastimera provincia, sobre todo a finales del XIX y con menos brío a comienzos de XX, en el que se popularizó la costumbre de retratar a los difuntos antes de enterrarlos, como en un intento de perpetuar su recuerdo.
No se veían entonces estos retratos póstumos como algo macabro ni desagradable, sino como una parte más de la liturgia de la despedida, con el deseo de congelar la memoria en albúmina sobre cartón y en yoduro de plata.
Habría que imaginarse a aquellos pretéritos padres, en una época en la que las personas solo se retrataban una o dos veces a lo largo de su vida, y se entendería ese afán por atrapar ese aliento postrero. La muerte, entonces, rondaba la vida: un tercio de los niños que nacían en barrios marginales como la Cueva de Las Palomas o El Cerrillo del Hambre en Almería fallecían por enfermedades infecciosas al no existir la penicilina. Adultos y niños estaban acostumbrados a la visión de los muertos y no era tabú sacar una foto del abuelo o del hijo fallecido.
Antes de que llegaran a Almería los primeros fotógrafos a finales de los 60 del siglo XIX, solo las familias más acaudaladas podían encargar a un pintor el recuerdo del pariente difunto a través de algún retrato al óleo denominado memento mori. Después, el hábito del daguerrotipo postmorten se había extendido en la Inglaterra victoriana y había cruzado al continente hasta llegar a esta provincia en la que la plata de Almagrera estaba en todo su esplendor.
Por ello empezaron a itinerar por los poblados mineros artistas del retrato de difunto como el lorquino José Rodrigo -que fotografió en el lecho de muerte, entre otros, a Magdalena Belpaire, la esposa del arqueólogo Luis Siret- o más tarde el aguileño Matrán, que recorría Huércal-Overa o aldeas como Los Lobos, Muleria o Las Herrerías, a lanzar el fogonazo sobre el cuerpo inerte y los ojo cerrados de algún minero que no pudo escapar a tiempo de un derrumbe. También se establecieron en el Levante, Antonio Romero, Facundo Giménez de Cisneros, Federico de Blain o José Garrido, cuyas imágenes de rostros sin vida pegadas en gruesas cartulinas y escritas en el dorso con frases como ‘Nunca te olvidaremos’, se guardaban hasta hace poco con pudor en cajas de latón con olor a alcanfor.
En Almería, los primeros fotógrafos de retratos postmorten de los que se tiene constancia por sus anuncios fueron José Pérez Zafra y el italiano Patricio Bocconi quien en 1868 se hospedaba en la Fonda de los Vapores. Después llegó el francés, Laurent Orude, que montó gabinete en la calle San Pedro y José Ramón Morales, que anunciaba retratos de difuntos ‘a lo Rembrandt’ a 30 reales. En los Vélez hacían retratos de angelitos muertos el estudio de Reche y el de Antonio Molina Pérez en cunitas junto a sus juguetes favoritos o en brazos de sus madres.
A veces, esos retratos fetichistas de padres que se morían, con la firma de Victoriano Lucas o de Antonio Mateos, cruzaban el charco en busca de hijos emigrados al Río de la Plata o a los suburbios de Montevideo, quienes abrían el sobre con lágrimas en los ojos contemplando a su padre, ya enterrado, reclinado en un jergón con el rostro cerúleo y un reloj de bolsillo derramándose por la pernera.
Otras veces, el muerto lo fotografiaba Balonga, con estudio en el Paseo del Principe, tras haberle coloreado las mejillas para disimular el rigor mortis, con un perro al lado que no cesaba de ladrar atribulado por el silencio de su amo. Había deudos que no podían pagar un ataúd y alquilaban la caja de las ánimas, que era de beneficiencia municipal, pero no renunciaban a inmortalizar a su ser querido dentro del féretro forrado de tafetán, en posición vertical.
No se veía como una costumbre horripilante entonces, sino como algo natural, como un epitafio, como cuando ahora se colocan fotografías en vida o flores en las lápidas de los cementerios. Carmen de Burgos narra en su novela Los huesos del abuelo el hábito de los almerienses en coleccionar retratos de difuntos.
Pero con el tiempo, con la popularización de la fotografía a partir de los años 50, con la contención de la mortalidad infantil, aquella costumbre de los retratos de difuntos fue cayendo en desuso y empezó a ser visto como un tabú, como algo macabro, como lo percibieron los ojos azules de Nicole Kidman en la película Los Otros cuando abrió el album familiar de la casa.
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