La tendera de la Fuentecica

Se llamaba Matilde Corral y tenía el negocio en el cerro de la Fuentecica Alta

La señora matilde  con vestido negro y una libreta en la mano, en la puerta de la tienda, donde los vecinos y los clientes se solían sentar aprovecha
La señora matilde con vestido negro y una libreta en la mano, en la puerta de la tienda, donde los vecinos y los clientes se solían sentar aprovecha
Eduardo D. Vicente
10:47 • 16 sept. 2016

Desde el cerro de la Fuentecica Alta se podía rozar el cielo sólo con levantar la mano. Para llegar arriba había que dejar atrás la Plaza del Quemadero y trepar por un laberinto de cuestas donde las calles eran senderos. En los días de lluvia los pies se hundían en el barro hasta los tobillos y había que conocer bien el terreno para no despeñarse por la pendiente abajo.





Desde el cerro de la Fuentecica Alta la ciudad parecía tan lejana que los vecinos tenían siempre la sensación de vivir en las afueras, más cerca de lo rural que de lo urbano y alrededor de unas formas de vida que apenas habían ido cambiando de generación en generación. A finales de los años cincuenta, los vecinos que habitaban el barrio no tenían agua dentro de las casas y para poder lavar tenían que ir a las pilillas, el lavadero oficial que estaba en el Camino de Marín. Para poder utilizarlo había que pagarle una cantidad a Rosica, la encargada, según los cubos de  ropa que llevara cada una. Para beber, cada casa contaba con su juego de cántaros que había que ir a llenar al cañillo del Quemadero o a otra fuente más lejana que existía cerca del cortijo de Pozo.





No todas las mujeres tenían recursos entonces para utilizar el lavadero oficial. Las que no podían pagar se buscaban la vida colándose de noche en la finca de don Avelino, que contaba con un gran cauce de agua que bajaba directamente de los cerros de Enix para alimentar la balsa y los huertos del propietario. Aquellas escaramuzas se hacían después de las doce de la noche, sin más luz que la de las estrellas, caminando de puntillas para no hacer ruido y contando con la colaboración de otras mujeres que se encargaban de vigilar por si acaso llegaba el guarda.





En aquel barrio remoto y empinado una tienda de comestibles era un santuario y también una aventura para los dueños que tenían que afrontar a diario el milagro de sobrevivir sabiendo que llegarían a la noche con más deudas pendientes escritas sobre un  papel de estraza que con dinero en el cajón. En aquellos años el arrabal tenía todas sus casas y sus cuevas pobladas por lo que había gente para poder tener dos tiendas, lo que no había era dinero. La más alta, casi en la cumbre, era la tienda de Rosario, y una cuesta más abajo estaba la de Matilde Corral. A la vista, la tienda de Matilde se diferenciaba del resto de las casas porque en la puerta había siempre apostados dos sacos, como dos centinelas; unas veces eran de patatas y otras de boniatos, que durante tanto tiempo fueron la cena oficial de los pobres.





La tienda de Matilde estaba formada por una habitación exterior hecha de obra, donde aparecía el mostrador, una gran estantería de madera donde había de todo como en un inmenso cambalache, y un juego de cañas con ganchos donde se mostraban las tripas de morcilla y de  chorizo que le traían de Benahadux. En un extremo de la habitación destacaba una tina de arenques que perfumaba la tienda y que se quedaba  vacía cada vez que caían cuatro gotas y era el día de hacer migas con arenques. En los costados de la tienda estaban las habitaciones donde dormían el matrimonio y los hijos, y dentro, en el interior de una  cueva, el almacén en el que se guardaba el vino, las garrafas de gas y las bolas de carbón que eran el combustible de las cocinas.





Matilde era la que llevaba el negocio porque su marido, Tomás Asensio, trabajaba en la construcción del puerto pesquero para poder llevar un sueldo seguro a la casa. La tienda daba para ir tirando porque la clientela iba siempre con el dinero justo para sobrevivir y a veces con los bolsillos vacíos, por lo que la tendera no tenía otra salida que dar fiao, sabiendo con certeza que muchas de aquellas parroquianas no tendrían ninguna oportunidad de poder saldar  sus deudas. Una de las hijas de la dueña, Matilde Asensio, que entonces era una niña, cuenta ue su madre tuvo que cerrar la tienda porque no les cobraba a los pobres en un barrio donde casi todo el mundo lo era. A pesar de las penurias de la época, asegura que la gente convivía con una familiaridad que hoy no existe, y que los niños como ella disfrutaban de aquella vida al aire libre de lumbres compartidas en invierno y de veranos durmiendo en las puertas.






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