Cuando Domingo Badía llegó a Vera desde su Barcelona natal acababa de formarse la tormenta perfecta para un zangolotino ávido de ciencia como él. Era una criatura de ojos grandes por los que habían pasado solo once años de vida. Y llegaba a Vera, al sur del Reino de Granada, con la frente sudorosa del viaje, en un carromato colmado de libros de geografía, aritmética y botánica amarrados con una lienza.
A su padre lo habían nombrado, en ese año del Señor de 1778, Contador de Guerra y Tesorero del Partido de Vera, justo cuando en esa ciudad, entonces de 8.000 almas, se había constituido la Real Sociedad Patriótica de Amigos del País, la primera de toda Andalucía, una suerte de hervidero de ideas ilustradas, un milagro que germinó en un valle atormentado por la miseria.
Ese niño de ojos hechiceros -como los tuvo toda su vida a tenor de los grabados que se conservan en los anaqueles de la Biblioteca Nacional- encontró en esa Vera antigua, a la que llegaban historias legendarias a través de los faluchos de la rada de La Garrucha, en esa Vera de comerciantes y menestrales, de labradores desnutridos y recolectores de barrilla, un caldo de cultivo para que fermentara un espíritu aventurero que no había tenido hasta entonces parangón.
Este veratense de adopción, este levantino almeriense de sentimiento, se convirtió a la vuelta de los años, tras empaparse de conocimiento en la biblioteca paterna, en su casa de la calle Mayor, en un personaje de leyenda, un explorador fabuloso que durante años recorrió territorios nunca antes pisados por hombres occidentales y cuyos ojos vieron lo que ningún cristiano había visto.
Primer occidental en La Meca
Fue Domingo Badía un aventurero que recorrió el Norte de Africa haciéndose pasar por un príncipe musulmán, y desde allí penetró en Asia, recorrió Egipto, Grecia, Turquía, Siria y Arabia y se convirtió -este jovenzuelo criado a las faldas del Cerro del Espíritu Santo- en el primer europeo que franqueó las puertas de La Meca con el nombre impostor de Alí Bey.
Pero antes de la historia legendaria, antes de las dunas y los escorpiones, trazando con su pulso firme los primeros dibujos que se conservan de los palacios de Oriente, estuvo Vera. Domingo fue haciéndose hombre en esa población fronteriza a la que había llegado con su padre Pedro Badía, gran conocedor de las ciencias matemáticas.
Allí pasó a formar parte como socio agregado de la Comisión de Ciencias y Artes Útiles del la Sociedad de Amigos del País y de los Caballeritos de la Escuela de Latinidad para hijos de hidalgos, como alumno aventajado, bajo las enseñanzas del maestro Manuel Sánchez, del sacerdote Antonio Navarro y del arquitecto Francisco Ruiz Garrido.
En esa especie de ateneo veratense de la época, aprendió física, química, botánica, análisis experimental y todas las ciencias que le fueron necesarias para escribir su gran libro de viajes editado por primera vez en Paris en 1814.
Dado su precoz ingenio fue nombrado con solo 16 años Administrador de Utensilios de la Costa de Vera y a los 20, el rey Carlos IV lo designaba Contador de Guerra, el mismo cargo que había desempeñado su progenitor.
El aventajado aventurero no tardó en casarse con una dama local, María Lucía Berruezo Campoy, en 1791, en la Iglesia de la Encarnación, con la que tuvo tres hijos Pedro, Asunción y José.
Llevaba 16 años en esa ciudad almeriense donde se hizo un hombre, cuando Badía fue nombrado Administrador de la Real Renta de Tabaco de Córdoba a la que se trasladó con su incipiente familia. Allí, en la ciudad de los califas, se acrecentó su atracción por el mundo árabe y allí proyectó la creación de un globo aerostático, en los albores de la navegación aérea.
Acudía también a Madrid, a la cátedra de árabe regentada por el naturalista Simón de Rojas y por azares del destino, cuando apenas tenía 30 años, conoció a Manuel Godoy, el primer ministro de Carlos IV, con quien intimó y a quien propuso un viaje de exploración científica a Africa, tan precisamente hilado que, admirado el valido, trasladó la idea al monarca.
El rey lo aprobó con la condición de que sirviera también como espía, disfrazado de musulmán, para lograr mayores facilidades y abrir un horizonte de conquista africana para el cada vez más decadente imperio español.
Aquel niño que llegó a Vera en un carro lleno de libros, se convirtió entonces en Alí Bey, un príncipe de una dinastía musulmana ficticia, se dejó crecer la barba, se aprendió el Corán y se hizo la circuncisión para dar mayor veracidad a su disfrazada identidad.
Su recorrido durante cinco años, de 1803 a 1808, por todo el Norte de Africa y por parte de Asia estuvo jalonado por la admiración de los sabios musulmanes y fue colmado de honores por el Sultán Solimán de Marruecos, por el Bajá de Trípoli, por el Sharif de La Meca y por los reyes de El Cairo. De Alejandría pasó al Peloponeso y a Chipre, sin parar de dibujar, mirando las ciudades que abandonaba desde la cubierta de los barcos en los que se enrolaba. Visitó las pirámides, vadeó el Nilo, profundizó en las costumbres orientales como nadie lo había hecho hasta entonces. Continuó hasta Constantinopla y volvió a España vía Bucarest, Viena, Munich y París cuando fue conocedor de la invasión de los ejércitos napoleónicos.
Afrancesado
Después Fernando VII lo acusó de afrancesado y se exilió con su familia en París, donde Luis XVIII lo comisionó para una nueva expedición hacia La India, donde nunca llegó porque falleció de disentería en Damasco en 1818, aunque circuló también la leyenda de que murió envenenado.Nunca fue reconocido en su país, en su patria, por la leyenda negra que toda su vida le rodeó, Pero ese niño que llegó a Vera con 11 años, ese personaje fabuloso, hizo cosas, que, hasta entonces, nadie había hecho, rindiendo con su libro de viajes un delicioso tributo a la ciencia y convirtiéndose en fuente de inspiración para otros exploradores como Burton o Humboldt. Hoy, 200 años después de las hazañas de este científico, espía y aventurero, solo una humilde calle en Vera, el pueblo donde creció y se enamoró, recuerda su memoria.
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