La bodega que abría ‘Los 7 días’

Era una de las tabernas del Barrio Alto, propiedad del empresario Manuel Fernández Oña. enía una tele en blanco y negro, dos perros en la puerta y un

Eduardo del Pino
14:00 • 15 nov. 2016

La única verbena con ‘b’ en vez de ‘v’ está en el corazón del Barrio Alto. En aquel entramado de callejuelas aparecía, exhibiendo su falta de ortografía sin ningún pudor, la escondida calle de la ‘Bervena’. 

En el número once existía, hace una década, una vivienda de puerta antigua con un cartel rudimentario en el que se anunciaba: ‘Estudios de cine Metro Goldwyn Mayer’. El lugar se llamaba Villa Remiendo y pertenecía a un antiguo figurante de las películas, tan aficionado que decidió montar un pequeño taller para recordar el esplendor de aquellos años de rodajes. 

La calle de la ‘Bervena’ tuvo también su bar, la muy noble y conocida bodeguilla de ‘Los 7 días’, propiedad del empresario Manuel Fernández Oña. Unos le llamaban bar, pero tenía la esencia de las viejas tabernas de hombres,  tan austeras en su tramoya que un simple cartel de toros llenaba su  desconchada pared con la fuerza de un Velázquez. Todos los años a finales de abril, cuando se acercaba el día de San Marcos, el dueño del establecimiento adornaba el local con un juego de cuernos que colocaba sobre los bocoyes que guardaban el vino.

El nombre de ‘Los 7 días’ venía a decir que allí no se cerraba nunca, ya fuera lunes o domingo, mientras hubiera un parroquiano dispuesto a tomarse uno chato de vino.   La bodega tenía dos puertas, un manojo de mesas esparcidas por el salón, un bidón de uralita lleno de agua que descansaba sobre una caja de madera, una televisión que se quedaba pequeña las tardes de corrida, dos perros que formaban parte del decorado y un cartel que anunciaba a Manolete en la plaza de Almería. Tenía también una nevera vieja que a veces se convertía en la segunda barra del negocio y un cuarto al que de forma  pretenciosa le decían el váter, y que era algo tan simple como un agujero en el suelo sobre el que aliviaban los clientes. 

La presencia de dos enormes barriles de madera, llenos de vino de La Mancha, eran la señal inequívoca de que aquel recinto era una bodega. ‘Los 7 días’ fue hija de un tiempo donde todavía abundaban las pequeñas tabernas de barrio, negocios familiares que tenían ese aire de refugio que caracterizaba a los bares de hombres. Allí todo el mundo se conocía y todo se compartía. Alrededor de una botella de litro se organizaban grandes tertulias que a veces se prolongaban hasta el anochecer. Era muy frecuentada por la gente del Plus Ultra, que aprovechaba la cercanía de la sede del club, que estaba al lado, para rematar la jornada disfrutando del vino, de las tapas y de la conversación. Uno de los inquilinos habituales era Pepe ‘el Tuerto’, voluntario de la Cruz Roja y reconocido artesano del calzado que se ganaba unos duros reparando las botas de los futbolistas. Por allí pasaba a menudo Joaquín ‘el Pilili’, la revolución del barrio, aquel agitador que crecía como un gigante en la barra de un bar bien rodeado de amigos. 

‘Los 7 días’ sobrevivió a la modernidad, cuando a comienzos de los años setenta los nuevos bares se fueron imponiendo lentamente a las tabernas de toda la vida. Sobrevivió porque tenía una clientela fiel que valoraba más el alma del lugar qué el atractivo de las nuevas tapas y la comodidad de los nuevos establecimientos. Allí no llegaron nunca las tapas sofisticadas ni la cerveza de barril. La bodega tenía como único argumento su ambiente acogedor y el buen vino que encerraban los barriles. Las tapas conservaron la esencia de otro tiempo: trozos de manzana pinchados en un palillo, un plato de cacahuetes y garbanzos tostados, y para los más exquisitos tacos de tocino o aceitunas.  ‘Los 7 días’ compartió el mismo escenario con otros establecimientos míticos del Barrio Alto. En la esquina con la calle Real estaba ya instalado el bar Texas, del inmortal José López Usero, más conocido como ‘el Pisón’; y en la manzana de los pisos de los pintores, la mítica bodega del Perú, cuyo propietario era uno de los industriales más conocidos de la ciudad, el célebre Pepe ‘el Garrote’, que tantos años estuvo instalado en la calle de Marín, en las inmediaciones de la Plaza Vieja.

La historia del Barrio Alto de los años cincuenta y sesenta se podría estudiar a través de la vida de aquellas bodegas masculinas que llevaban impregnadas el aroma de la posguerra.







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