Los cerros que rodean la ciudad permiten tener una visión panorámica de Almería y de su litoral desde distintos puntos y desde antiguo han sido lugares de desahogo donde iba la gente a disfrutar de los buenos días de sol. Los cerros fueron también caminos propicios para llegar a los pueblos de la sierra de Enix cuando apenas teníamos una carretera decente y cuando para acortar los trayectos había que ir inventando senderos entre montañas y desfiladeros.
Existieron dos caminos principales que atravesaban la Sierra de Gádor hacia el norte.
El primero partía desde las canteras frente al Hospicio Viejo, en el barrio de La Chanca, y el segundo subiendo por las calles del Quemadero, paralelo al Camino de Marín, frente a los cerros de La Molineta. Ascendiendo por el entramado de callejuelas del Quemadero se llegaba a un puente corto y estrecho que unía la pequeña barriada de las Trincheras con las primeras cuestas que anunciaban la ascensión por un largo caracol que llevaba hasta la sierra de Enix. Las Trincheras no eran una reliquia de la guerra civil, sino un paraje que surgió a finales del siglo diecinueve cuando la ciudad afrontó el ambicioso y necesario proyecto del encauzamiento de las ramblas para evitar la tragedia de las inundaciones. Todavía existe el puente de piedra y la zona conserva un aspecto parecido al que debió de tener después de su construcción. Al pasar las Trincheras comenzaba el antiguo camino de Enix, un vestigio de otra época que en los años treinta del siglo pasado se ensanchó para convertirlo en una sinuosa carretera que unía la ciudad con los pueblos de la sierra. Una carretera de tierra construida sobre cerros pelados y al borde de impresionantes desfiladeros donde un descuido podía costar la vida. Las obras que transformaron este viejo sendero en algo parecido a una carretera sirvieron en los tiempos de la República para aliviar la crisis de trabajo que existía en la capital, empleando a varias decenas de obreros que estuvieron adecentando el camino hasta que quedó dinero en las arcas de la administración.
Como el presupuesto no dio para mucho, la carretera quedó con un aspecto destartalado, primitivo, sin ningún pretil, sin señalamiento alguno, expuesto a la acción de las lluvias, más propicia para el tránsito de los ganados que para la circulación de vehículos, que era lo que se pretendía con este proyecto.
Este viejo camino entre las montañas, que nace al norte de la ciudad, ha permanecido abandonado durante décadas, colgado del olvido, como si no formara parte de este tiempo. En los años cincuenta, tanto el camino como todo el entramado de cerros que la rodean, formaban parte de la vida de los almerienses. Era un lugar de esparcimiento donde iba la gente de excursión.
Los domingos se llenaba de grupos de muchachas y muchachos que ascendían por aquellas cuestas con las cestas de comida repletas para pasar una jornada al aire libre. Aquella zona era un balcón excepcional desde donde se dominaba toda la ciudad: las murallas de La Alcazaba y San Cristóbal; el litoral con los dos embarcaderos penetrando en el mar con sus brazos de hierro; el horizonte del Cabo de Gata que en los días claros se podía rozar con los dedos. Desde aquella atalaya junto al camino se dominaba la zona de la Molineta con su mundo de cortijos, acequias y balsas; los cortijos y las cuevas de la Rambla de Belén, que parecían sacados de una estampa de hace doscientos años; y toda la encrucijada urbana de las calles que se extendían desde la Plaza de Toros a la Puerta de Purchena,
Aquél camino extraordinario sigue intacto, hoy convertido en un refugio para los amantes de la bicicleta de montaña.
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