En su buhardilla del Paseo el tiempo se detuvo una mañana del año 1995, cuando decidió convertirla en un astillero. Se sentía un jubilado lleno de juventud y quiso empezar una nueva vida regresando atrás. La primera vez que tuvo en sus manos las piezas de un navío sintió que aquello que iba a ser un entretenimiento para no echar de menos el trabajo significaba mucho más. Era volver a la infancia y recuperar a ese niño que todos llevamos incorporado bajo la piel de adulto y que de vez en cuando se revela para decirnos que nunca es tarde para empezar de nuevo.
En su buhardilla del Paseo se rescatan las emociones perdidas. A esas horas de la mañana en la que los negocios corren desenfrenados por el centro de la ciudad, en la que la vida camina con prisas, él detiene el reloj jugando a construir barcos. Es un trabajo de chinos, pura artesanía que se derrama pieza a pieza, hilo a hilo, a fuerza de mucha paciencia y una buena dosis de pasión. En su afición importa más el camino que la posada, ese recorrido diario en el que va palpando el lento progreso: hoy una vela, mañana diez cañones y así hasta que el buque va tomando forma, así hasta que lo concluye en partos eternos que a veces se alargan más allá de un año.
En una vitrina de cristal guarda su gran obra: el Santísima Trinidad, aquel gigante de 140 cañones que fue bautizado popularmente con el apodo de ‘El Escorial de los mares’, y que acabó teniendo un trágico final en la batalla de Trafalgar. Por sus manos han pasado también el Juan Sebastián el Cano, el Mississippi, el Cutty Sark, y todo tipos de veleros que hoy forman parte del baúl de los recuerdos de coleccionistas y aficionados al maquetismo naval. Toda su obra está repartida de manera altruista. “Mis barcos han llegado hasta la exposición de Núremberg, pero jamás he cobrado un duro por ninguno de ellos”, asegura Antonio García Salas.
Sus barcos lo tienen todo. Son reproducciones exactas, donde cuida hasta el más mínimo detalle. “Lo que más trabajo da es montar las cuerdas y hacer los nudos”, comenta. Su oficio requiere una habilidad especial y sobre todo, tener paciencia, moverse a cámara lenta para conseguir el resultado perfecto. Una vez terminados sólo les falta navegar.
La suya es una afición tardía. No recuerda que de niño construyera barco alguno, aunque siempre fue habilidoso con las manos y destacaba fabricando belenes. De su vida cuenta que es hijo de Modesto García Ortega, uno de los empresarios más célebres de su tiempo, el hombre del concesionario de la casa Vespa y del popular Seat 600 que hizo furor en la Almería de los años sesenta.
Nació en la calle de Ramos y se educó en el colegio de los Franciscanos. Compartió las enseñanzas de los frailes con los hermanos Crespo, con Luis Criado, con Manuel Arqueros, con Cristóbal Guerrero, compañeros de escuela y de juegos callejeros.
Antonio García Salas estaba muy unido a su parroquia. Cuando salía de clase era de los que se quedaban a jugar en el patio y de los que echaban una mano en misa los fines de semana. Formó parte del cuerpo de acolitillos de los Franciscanos en los primeros años cincuenta, cuando la posguerra todavía azotaba con crudeza, cuando con los frailes recorría los rincones más deprimidos del barrio llevando la esperanza de la fe. Entonces era costumbre salir con el Santo Viático hasta la casa de los enfermos que no podían asistir a la iglesia. El monaguillo llevaba el aceite que se bendecía en la Catedral con el que el sacerdote iba haciendo la señal de la cruz a los postrados. La presencia de la comitiva religiosa era constante en las calles de aquella Almería donde todo sucedía de puertas a fuera. “También teníamos que asistir a los difuntos cuando se velaban en sus domicilios y después los acompañábamos en el entierro hasta el badén de la Rambla, donde se despedían los duelos”, recuerda.
El trabajo
Cuando dejó el colegio de los Franciscanos se matriculó en la Escuela de Maestría Industrial en la rama de automovilismo y ajuste. Como su padre estaba empeñado en que el muchacho tuviera una formación completa, lo mandó a París en 1960, antes de cumplir los veinte años. “Estuve en la escuela técnica de la casa Fiat estudiando como mecánico de automóviles. Cuando regresé a Almería me integré en el negocio de mi padre donde llegue a ejercer el cargo de director técnico.”
En aquel tiempo la empresa de Modesto García Ortega era una institución en la ciudad. Era el rey de las Vespas. Tenía los talleres en unas naves de la Carrera del Perú y los locales de exposición en la calle de Rueda López, en el corazón de Almería.
Desde entonces, la vida de Antonio García Salas fue su trabajo hasta que en 1995 le tocó jubilarse y decidió buscar el refugio perfecto en su buhardilla. Allí sigue veintidós años después, acudiendo cada mañana con la ilusión entre las manos, dispuesto a pasar un buen rato entre las piezas de un barco. Aquel refugio en el Paseo de Almería, desde donde se puede ver el mar y las montañas de Cabo de Gata, es un nido compartido. Por allí aparecen de vez en cuando los amigos para interesarse por el último proyecto que tiene entre las manos y para montar sus pequeños banquetes: un poco de vino, unos aperitivos y una larga conversación de las que reconfortan el alma y hacen olvidar la sombra alargada del colesterol.
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