La estampa en el almacén de sombreros de ‘Rosales y Ulibarri’ a media mañana era la de media docena de aprendices con tirantes y pantalones por la rodilla supervisados por atildados oficiales que les hacían ver que el cuidado de la mercancía era los más sagrado del negocio.
Allí estaban, en uno de esos barracones antiguos de la calle de Las Tiendas, desplegadas las mesas de madera con montañas de gorras y bombines, boinas y canotiers, para pasar la puesta a punto como un auto; allí estaban las máquinas fijadoras y alisadoras, los enormes percheros y el olor a fieltro y a cuero. Y en la puerta, al lado de los formidables escaparates con las últimas pamelas y chisteras ‘recién llegadas de París’, el patrón, José Sánchez Rosales, solfeando saludos a la clientela, junto a su hijo Pepe y unos cuantos dependientes.
Hubo un tiempo, cuyo ocaso no está muy definido, en el que el sombrero formaba parte de la obligada indumentaria masculina, como los calzoncillos o los zapatos. Y así, esas calles almerienses hasta finales de los años 40, se veían siempre frecuentadas por caballeros con sombrero, obreros humildes con la gorra calada, labriegos con boina de rabo que venían a hacer recados a la Puerta Purchena. Hasta los niños se aprestaban a hundir las sienes en alguna gorrilla de paño o de paja en el estío.
Formaba parte de los manuales de urbanidad y de buenas maneras portar sombrero tanto en verano como en invierno y el tipo escogido era una prueba más de pertenencia a una u otra clase social: desde un sombrero de copa a un panamá, desde un salacot a un calañés.
Nunca se ha sabido a ciencia cierta por qué fue cada vez a menos esa costumbre ancestral de cubrirse la sesera que implicó la extinción del próspero negocio de las sombrererías. En la capital llegaron a convivir más de una docena y tenían su paraíso en la confluencia de la calle de Las Tiendas, junto a quincallerías, imprentas y tiendas de tejidos.
Una de las sombrererías más arcaicas de las que se tienen referencias era la que atendía Juan Plácido Langle, en la calle Las Tiendas, que ya estaba prestando servicio en 1871 y también otras como las del Señor Miller o la de la señora Angustias Martínez, que reformaba toda clase de género de ala ancha. Junto a ellas, se fueron sucediendo la de Ricardo Verdejo, la de Juan José Milán, la del Buen tono, en las escalerillas de la Plaza del Mercado, la de Rodríguez y González, la de Francisco Giménez, la de los Hermanos Díaz en la Plaza de Bilbao (así se llamó la Puerta Purchena en 1880), la de Manuel Díaz en la calle del Espartero (así se llamó la calle Real en 1874).
Después llegaron otras como la Sombrerería Española, La Inglesa, Casablanca, Casa Vargas, Sombrerería Nueva de Luis Suñer y Hermano, la de José Plaza Milán, en la Rambla Alfarero, donde se vendían los sombreros de paja para los toros y que después heredó su viuda y su hijo, y la Sombrerería Leal, también al comienzo de la calle Las Tiendas que ha sido la última de las tradicionales en subsistir.
Pero el comercio de sombreros que adquirió mayor predicamento en la reciente historia de la ciudad fue el de Rosales y Ulibarri, que disponía de fábrica, almacén y establecimiento al detall. Fue abierto en el remoto 1879 junto a la Iglesia de Santiago por el industrial Antonio Sánchez Rosales junto a su esposa Tomasa Ulibarri Giménez. En los comienzos no pasaba de ser un pequeño colmado donde se arreglaban sombreros de paja y se despachaban algunas gorras proletarias.
Este matrimonio de comerciantes almerienses tuvo tres hijos: Dolores, Carmen y José Sánchez Ulibarri, que fue el continuador del negocio y un emprendedor almeriense que se bebía la vida a borbotones y que en todos los tinglados sociales aparecía. Nació en 1885 y estudió en el Instituto General y Técnico de Granada. En 1907, su padre, que ya había ido prosperando, puso 1.500 pesetas para que su hijo se librara de la Mili y pudiera continuar estudiando y volviendo a casa en el Tren Correo desde la ciudad de la Alhambra. En 1899 falleció su abuelo, el iniciador de la actividad y en 1916 su progenitor y es cuando José Sánchez Ulibarri ‘Pepe Rosales’ como se le conocía popularmente refuerza el establecimiento con las últimas novedades en sombreros flexibles, de cinta calada y tipo Panamá, con marcas italianas en boga como Albertini y Borsalino que aparecen en las primeras películas del cine mudo.
Pero el sombrerero almeriense más reputado no había nacido para ser un tendero al uso, sino que gustaba de participar en todo proyecto político y social en la ciudad de la Alcazaba y amplió su rango de actividades a la correduría de seguros.
Prosperó y eso le hizo contar con coche y chófer propio -José Hernández- en esa Almería de menestrales. Sánchez Ulibarri fue teniente de alcalde desde 1927, presidente de la Comisión de Festejos, vicepresidente de la Cámara de Comercio, diputado provincial en 1931, presidente del Patronato de Reeducación de Menores, directivo de la Asociación ‘Almería Ciudad del Sol” que creó Rodolfo Lussnigg, Presidente de la Unión Comercial, protector del comedor de Auxilio Social, patrono de la Cofradía de la Virgen de la Soledad, promotor del primer proyecto de aeropuerto y corredor experimentado de velocípedo.
La página negra de su biografía fue, sin embargo, que tuvo que enterrar a dos esposas: Amelia Porras Martínez, que falleció en 1918 en el Hotel Oriente de Barcelona; y Antonia Rodríguez Tuset, quemurió en 1964, dejando tres hijos. Volvió a casarse por tercer vez con Matilde Martín Abad, aunque José no tardó en fallecer, en 1965, con 80 años de vida caudalosa, como comerciantes de sombreros, pero también como uno de los almerienses más comprometidos de su época.
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