¿Qué has descubierto en ti que desconocieras?
El tremendo potencial que tenemos física y mentalmente. Cuando comencé a planificar este reto me adentraba en algo en donde no tenía referentes. Había hecho pequeñas rutas, pero no una aventura así. Vas descubriendo cómo se adaptan tu cuerpo y tu mente.
¿Hay algún día que recuerdes especialmente de este viaje?
Podría recordar tantos bonitos... El día que tomé la decisión de dar la vuelta al mundo, el día que comencé en el kilómetro cero de Madrid, cuando crucé la frontera de España con Francia, que era como dar un salto en el espacio y te das cuenta de que la única manera de regresar es a lo grande. Otros momentos inolvidables fueron, por ejemplo, en Armenia, donde conocí a unos refugiados sirios, en la India, donde me ayudó un director general de policía, el día que llegué a Katamandú, una ciudad que me impresionó...
¿Cuesta dar el primer paso?
Sí, es una de las cosas más difíciles. El día que decidí irme tuve que asumir que lo dejaba todo. Es un ejercicio de desprendimiento. Empezar algo que para unos era una locura, para otros una envidia increíble... Sentí que te quitas el velo de delante de los ojos y te dices: este soy yo.
Afirmas que los seres humanos tenemos superpoderes. ¿Por qué?
Nelson Mandela decía: “no tenemos miedo a la oscuridad sino a nuestra propia luz, a reconocer que somos capaces”. Cuando dejas de ser dependiente y tienes fe y luchas, te das cuenta de que nada es imposible. En esta sociedad estamos cómodos, es más fácil seguir el camino marcado. La vida es un milagro y la voy a aprovechar cien por cien.
¿Qué tenemos en común las personas en el mundo?
La bondad. Es verdad que en el viaje he vivido de todo, momentos gratificantes y otros donde tienes que lidiar con el peligro. Vi de cerca un atentado en Bangladesh, me asaltaron en Perú... Hay países donde la aventura está muy bien, pero poner tu vida en juego ya no tiene gracia. Miedo de entrada no tengo. Es difícil prever lo que va a pasar. Hay que planificar rutas seguras. Por eso, antes de llegar a un país hablaba con las Embajadas españolas para asesorarme de los caminos más seguros.
Otros peligros eran los rayos...
Sí, sobre todo cuando no tienes dónde cubrirte. Tuve un par de sustos, de rayos que cayeron muy cerca. En esos casos tienes que desprenderte del teléfono y de aparatos electrónicos.
Me imagino que has sentido en tus carnes el instinto de supervivencia.
Sí, lo tenemos todos. El instinto es la memoria que llevamos grabada, pero que no recordamos. Aflora cuando te tocan la comida, cuando ves en peligro a tu chica, en cosas así. Lo que pasa es que vivimos en una sociedad en donde no nos hace falta. Pero en guerras, crisis, revoluciones, aflora ese espíritu. En esas situaciones hay que mantener la calma lo máximo posible. Hay que tomar decisiones cuando tienes fatiga, tener lucidez y claridad mental...
Y también dices que te asilvestras.
Es la única forma de sobrevivir. Pasas tanto tiempo a la intemperie, en contacto con los elementos, que prestas atención a la fauna, a los peligros, a las tormentas, pasas noches en duermevela, estás muy pendiente de la comida, del agua, que debes administrar muy bien…
Pasaste días sin ver a nadie y por tanto sin hablar con nadie. ¿Las facultades lingüísticas menguan?
Después de pasar días sin hablar pierdes habilidades, pero me desquité cuando llegué a América y hablé en mi idioma (risas). Cuando caminaba solo hacía diálogos de películas, hablaba con mi carro, al que le puse un nombre -que no esperaba hacer antes del viaje-, como en la película ‘Náufrago’... (risas).
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