Uno de los pioneros del clan de Puerto Rey

Manuel Márín eligió el Levante almeriense, las playas de Vera y de Garrucha, para pasar los momentos más preciados de su vida

Manuel Marín y José Luis Martínez, editor de LA VOZ.
Manuel Marín y José Luis Martínez, editor de LA VOZ.
Manuel León
01:00 • 05 dic. 2017

Manuel Marín -que no había elegido nacer manchego - decidió por propia voluntad hacerse ciudadano del Levante almeriense. Se fabricó una segunda patria ya adulto este barbado político con mayúsculas y decidió que su tiempo de ocio iba a estar para siempre en las playas de Vera y en las tabernas de pescado de Garrucha; quiso ser almeriense porque le dio la gana -no hay mayor muestra de cariño a un territorio que esa- y se construyó una casona en Puerto Rey, al lado de donde hoy está el Maraú y antes el Lúa. Y desde allí veía salir el sol cada mañana antes de irse a pescar galanes a los cantos de Villaricos con Joaquín Rico, un pescador local que era uno de sus mejores amigos, como en las páginas de El Viejo y el Mar.




Y de pronto Manolo Marín, ese hombre serio y circunspecto, al que se le iba nevando la barba cada vez que volvía, pasó de ser un veraneante, un turista más, a ser tan de la tierra como un vendedor de lotería. Y lo mismo lo veíamos comprando tornillos en Ferretería López, que cenando en El Almejero; y lo mismo daba un pregón en las fiestas de Garrucha por San Joaquín, que recogía el Premio Delfos en Mojácar o el de Axarquía en la Terraza Carmona.




A pesar de su semblante hosco, Marín, el que fuera presidente del Congreso y vicepresidente de la Comisión Europea, no decía casi nunca que no a las propuestas que se le hacían desde los colectivos de la provincia para que abrillantara los actos con su solvencia intelectual.




En el año 2005, el año que todo ocurría en Almería, participó en el ciclo de Conferencia de LA VOZ ‘Almería en el siglo XXI’ donde aportó su conocimiento, su experiencia como europeista, para arrojar luz sobre el futuro de la provincia a la que se encontraba desde hacía décadas íntimamente ligado.




Apareció por el litoral almeriense en los años 80, poco después de que fuera uno de los iconos de la entrada de España en Europa, como secretario de Estado, ese paso que tanto bien ha reportado a las frutas y hortalizas de la huerta del Poniente.




Llegó Marín al Levante almeriense y se enamoró de todos sus rincones y en Puerto Rey, esa urbanización fundada por belgas y dirigida por el señor León, encontró su prontuario, junto a otros ilustres políticos de la época como su correligionario Javier Solana, su contrincante y amigo José María Alvarez del Manzano, o junto a periodistas como Nativel Preciado o humoristas como José Luis Coll. Ellos y otros como los Garrigues, Ana María Vidal o Joaquín Almunia, crearon un pequeño club de veraneantes que tenían como segunda piel la arena del playazo, como sede el chiringuito de Maruja, y como lema ‘Aquí no se habla de política ni de religión’. Por eso, cuando el que esto relata aparecía por la Posada Real para inmortalizarlos, era Coll el que decía ‘ya está aquí este criminal’ y Marín el que  condescendía: “solo una foto eh!”.




Adelantado de la política -fue diputado con 28 años- fue también un político pionero en la costa del Levante: después de él siguieron viniendo otros como Diego López Garrido, José Bono o Rodríguez Zapatero, cuando Manolo ya llevaba muchos años conociendo esos horizontes entre Cabrera y Almagrera, esa costa de fenicios y romanos junto a la vieja Baria.




Se ha ido demasiado joven Manolo Marín, con solo 68 años, el veraneante eterno de Vera y de Garrucha al que ya no veremos más, el que llegó de turista y terminó casi quedándose en esta tierra junto al río Antas, como si fuera el salón de su casa; se ha ido Marín, después de muchas broncas de mus, de muchos libros leídos de madrugada, de muchos platos de sardinas asadas en la plancha Maruja.



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