La Esperanza es el barrio de Antonio Juan Serrano, un vecino acostumbrado a ver la vida transcurrir entre montañas desérticas. Lleva más de cuatro décadas en esta zona que, como tantas otras en Almería, fue terreno de cultivo, repleto de bancales de patatas y extensos cortijos. Hoy, La Esperanza luce de manera muy distinta a como Antonio la recuerda en sus inicios. Se ha convertido en un área residencial, en la que proliferan las casas de planta baja, los dúplex y algún que otro bloque de pisos.
En altura Desde el Mirador de la Torre, sobre las empinadas y sinuosas cuestas que caracterizan al barrio, Antonio observa el horizonte, con la vista del mar a lo lejos. Un poco más abajo, en descenso por la calle San Rafael, se vislumbra una porción del Cabo de Gata al fondo. “Allí, al Cabo, fui con otros vecinos a escoger ganado, hará 60 años. Tenían rebaños enteros de cabras blancas, algo que no se suele ver. Nos trajimos algunas para pastorear en esta zona, porque aquí había poco más que campo”, relata.
Entre los cortijos, las seis casas de planta baja que aún moran la calle Jesús David fueron las primeras viviendas que poblaron el vecindario. Durante los años 70, se construyeron algunas casas más, pero la edificación no se intensificó hasta los 80.
Una mayoría de los que fueron instalándose en el barrio permanecen en él todavía. “Somos los mismos desde hace tiempo. Vino gente joven de los pueblos, que tuvo aquí los hijos y se quedó. Nos conocemos todos, hemos estado muy unidos y la convivencia ha sido, en general, bastante buena”, señala Antonio.
El aumento de la población y las variaciones en el estilo de vida han ido menoscabando ese espíritu de ‘pueblo dentro de la ciudad’ propio a este y otros barrios. La asociación de vecinos, de la cual Antonio se hizo cargo en sus primeros años, cerró hace casi cinco. “Con la vuelta que ha dado la economía, ha ido todo a menos”.
Primero se vieron forzados a abandonar el local que tenían alquilado en la calle Morato, bajo la peña flamenca que, precisamente, dio nombre a dicha vía. Junto a ella, se encuentras otras dos peñas dedicadas al cante y el baile.
En el espacio ocupado por aquel antiguo local, hubo antes una balsa con agua procedente de la Sierra de Gádor, que se usaba para regar.
La asociación de vecinos sobrevivió durante algún tiempo sin local, pero fue perdiendo brío, hasta desaparecer por completo. Tampoco se celebran ya las fiestas del barrio. Dotar al vecindario de actividades y castillos de fuegos artificiales costaba un dinero del que los miembros de la asociación ya no disponían.
Antonio se alegra de que, al menos, las tres peñas flamencas continúen organizando algunos eventos los fines de semana. “Durante muchos años estuvimos promoviendo el flamenco, tanto en el barrio como fuera de él, entre las peñas y la asociación, con apoyo del Ayuntamiento”, cuenta Antonio.
“Viajamos a Francia, Alemania, Bélgica, Suiza... Íbamos en autocar a Madrid y de allí partíamos en avión. Llevábamos con nosotros el cante y los instrumentos. Al baile acompañaba un grupo de niñas que se formaron aquí y que luego se han convertido en profesionales. En la última ocasión, quisimos ir a Rusia, pero aquello no salió adelante y no llegamos a viajar”.
Antonio anhela estas vivencias que parecen haber quedado atrás. “A ver si la cosa cambia y retomamos un poco todo eso”, afirma.
Vestigios Frente a la plaza Quesada, una casa de fachada blanca con cantos azules constituye uno de los pocos resquicios de la época de los cortijos. “Sus dueños viven ahí desde antes de la guerra civil”, especifica Antonio.
De forma similar, la finca de la calle Nazaret contó anteriormente con una amplia extensión de cultivos. En la actualidad, presenta un tamaño notoriamente inferior.
“Los dueños de esta finca, que son religiosos, donaron parte de sus terrenos a las monjas para que construyeran la institución benéfica del Sagrado Corazón de Jesús”.
La ‘Casa de Nazaret’, que es como se conoce a esta institución que dio nombre a la calle Nazaret, alberga a personas sin techo desde hace, aproximadamente, 40 años. Fue el primer edificio que se construyó en la zona.
La institución benéfica y la finca que donó el terreno sobre el que está construida se encuentran muy próximas la una de la otra. Los dueños de esta última habilitaron una cueva que hay entre ambas y en ella colocaron una estatua de la Virgen de La Esperanza (en las fotografías de arriba).
El espacio en el que se encuentra la cueva está vallado. No obstante, la verja de acceso permanece siempre abierta para facilitar la entrada a todas las personas del barrio.
En cuanto al paisaje, todavía queda alguna de las antiguas higueras a las que Antonio acudía de adolescente a coger higos con sus amigos.
De igual modo, en la calle María del Carmen, frente a la peluquería Silvia (que también ha visto crecer al barrio) continúa plantada una palmera de más de 100 años de antigüedad. “La regamos y la cuidamos entre los propios vecinos”, comenta Antonio.
El día a día La vida cotidiana transcurre sin sobresaltos, en un ambiente sosegado y familiar. La variedad de edades de los residentes y el aumento de la población infantil motivaron la construcción del colegio Alfredo Molina Martín, en la calle Fernando de Rojas. Según detalla Antonio, “fue de lo último que hicieron”.
Otro de los edificios recientes es el de la residencia de ancianos del Grupo Ballesol. Situada al final de la calle Morato, se ubica junto a la entrada a Almería por la Rambla Belén, desde la Autovía del Mediterráneo.
Frente a la residencia se construyeron, también hace poco, dos campos de fútbol de distinto tamaño y dos canchas de baloncesto.
La nueva zona en la que se ubican tanto la residencia como las áreas deportivas está ampliando la extensión de La Esperanza hacia el norte.
Hacia este lado, las calles se ensanchan progresivamente. Los estrechos pasos con hileras de casas de planta baja, intercaladas por placitas y árboles, adoptan la sinuosidad de las cuestas que descienden a la parte baja de este vecindario salpicado de “bellos rincones que se conservan”.
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