Solo hay una especie que supere en inteligencia maquiavélica a los cardenales ateos: los cardenales líricos de la iglesia comunista de los bienaventurados. Hace unos días, el poeta Luis García Montero publicó en Infolibre.com un artículo en el que su titular, de solo cinco palabras- “Todos somos Ana Julia Quezada”-, le convertía en miembro distinguido de la cofradía del sermón de las setecientas ochenta y nueve palabras que lo desarrollaban y en las que criticaba -con argumentos acertados a veces, con erróneas generalizaciones casi siempre-, las reacciones personales o colectivas tras el asesinato de Gabriel.
Criticaba el poeta- y con cuánta razón- a los medios que han utilizado el caso para subir audiencia sin escrúpulos y, en algunos programas de televisión, con desvergüenza. En lo que no cayó (o sí) tan excelente escritor es que, con ese titular, estaba despeñándose por el abismo que criticaba: la elección de un titular es un gesto premeditado en el que, además de situar el tema del que se escribe a continuación, se busca excitar la atención del lector que se ha detenido en él.
No, Luis, no; no todos somos Ana Julia Quezada. La veintena de personas que en el funeral del pequeño pidieron la cadena perpetua o la pena de muerte para la asesina confesa no pueden confundirse con los miles de asistentes que siguieron con dolor contenido y en respetuoso silencio el oficio religioso desde la plaza de la catedral. Aquellos pueden ser calificados de equivocados, airados, exaltados o de inconstitucionales justicieros, pero, nunca, de asesinos. Están equivocados en su petición- esa es mi humilde opinión-, pero su error nos les convierte en Ana Julia, ni sus proclamas es una actitud comparable con la de la detenida. No, Luis, no; no son Ana Julia.
Esa minoría- una veintena en medio de cinco mil; yo estuve allí- alzó su voz en un grito equivocado, pero el sonido de sus gargantas no puede compararse con la crueldad de las manos que taparon hasta la asfixia total la boca y la nariz del pequeño causándole la muerte. El clamor espontáneo y vengativo de quienes pidieron la barbaridad de la pena de muerte es abominable, pero, esa actitud, nunca se puede comparar con la crueldad implacable y fría de quien asistió sin inmutarse a los estertores desesperados de un niño de ocho años mientras lo ahogaba. No Luis, no. Aquellos pueden ser unos descerebrados, pero Ana Julia es una asesina confesa de una impiedad monstruosa.
Y no venga nadie ahora con que esa crueldad es -otro de tus argumentos en ese artículo-, consecuencia del sistema económico capitalista. El asesinato brota en la crueldad asocial de quien lo lleva a cabo, en las entrañas insensibles de quien lo comete, en la locura consciente de quien desprecia la vida de los demás. Asesinos y asesinas los ha habido siempre, en todo lugar y en todo sistema económico (¿No ha habido y hay asesinatos en los países con sistemas comunistas?). El delincuente puede ser- y no siempre, ni mucho menos- víctima de la sociedad, pero el asesino lleva en su ADN emocional el instinto irremediable de la crueldad; no se puede ser culpable y víctima a la vez. Llevar la lucha de clases al territorio de la atrocidad premeditada es un dislate sin causa y un ejercicio de demagogia sin remedio.
Pero como no todo es blanco o negro, también es cierto que no siempre los seres humanos mostramos el mismo grado de dolor ante el dolor de los demás. Nada humano, por lejano, nos debiera ser ajeno y, en demasiadas ocasiones -y lamentablemente-, lo es.
Desde los niños que mueren en el anonimato de una guerra, a las miles de personas que se ahogan en el mar o los millones de seres humanos que mueren de hambre y desnutrición cada año- como escribes en tu articulo- puede convertir nuestro silencio en complicidad irresponsable, inconsciente e insolidaria. Pero eso no nos convierte en culpables. Nos hace acreedores de una censura moral, pero no de una condena penal.
No, admirado Luis. “No todos somos Gabriel”, como escribes con tino en ese mismo artículo. Pero tampoco “somos más bien -como sostienes- Ana Julia Quezada”. No te confundas y, sobre todo, no intentes confundir.
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