Hay tres cosas que - más temprano que tarde- un cateto almeriense nunca dejaba de hacer cuando arribaba por los madriles: ir a ver jirafas al zoo de la Casa de Campo, poner la suela sobre el kilómetro cero de la Puerta del Sol y pasar a saludar a paisanos por la Casa de Almería.
Uno, que también fue almeriense de la diáspora, recuerda entre la bruma estudiantil de los 80 -además de la leche de pantera en Aurrerá o las caminatas buscando libros mugrientos por Cuesta Moyano- cómo agarraba el metro hasta Serrano e ingresaba en esa pequeña embajada urcitana en Madrid mientras le invadía la sensación de haber llegado al mismísimo Cañillo.
Un día ibas y podías ver a niñas de lunares bailando peteneras y otro a Gil Albarracín presentando alguno de sus libros (Gil Albarracín lleva presentando libros desde que existía la linotipia) o a Carlos Herrera conferenciando sobre la copla, entre paredes forradas con murales de Luis Cañadas y Gómez Abad. Y uno se preguntaba entonces, y se sigue preguntando ahora, el porqué de esa obsesión tan deliciosamente almeriense de ir buscando a otros almerienses en cuanto ponemos un pie en Atocha.
Como eterno contramaestre de esas galas que olían a flores de La Alcazaba, aparecía siempre la figura impoluta de Esteban Baños en el recibidor, con sus camisas bien planchadas y sus gafas de concha: “pasen, pasen, hay sitio al fondo”, como si estuviera en el bar Bonillo de la calle Granada.
No era nada inédita esa exaltación del paisanaje, esas apreturas de actividades folklóricas y culturales para neutralizar el desgarro por la lejanía de la tierra querida, por la añoranza de la playa del Zapillo o la nostalgia de las tertulias en los veladores del Paseo. No lo era. Los primeros escarceos para formar una tertulia de compatriotas en la villa y corte los protagonizaron los hermanos Nicolás y Francisco Salmerón en el viejo café de la Luna, en la calle Tudescos, donde abrían los brazos a todo paisano que se dejaba caer por allí. A ese foro eran asiduos -explicaba Juan José Hernández Medina- personajes como González Garbín, los Anglada o el Marqués del Almanzora.
Allí atendían los almerienses bien posicionados en la capital a temporeros que bajaban del tren con muchas carencias, a quienes orientaban y ayudaban a solucionar tramitaciones mundanas, como si de una suerte de consulado se tratara. Fue quizá esa labor callada de Salmerón, de auxilio a los paisanos más desorientados, más fértil que todos los discursos que largó frente al atril de la Carrera de San Jerónimo.
Fue en 1871, con el italiano Amadeo en el trono, cuando esos almerienses de levita y caballerescos ademanes decidieron darle carta de naturaleza a esos conciliábulos improvisados entre columnas de hierro colado, en el viejo Madrid de Mesonero Romanos. Constituyeron, así, el Círculo de Almerienses, la primera asociación provinciana creada en esa capital, junto al Centro Asturiano.
Instalaron la sede en la calle Marqués Viudo de Pontejos, aunque al poco tiempo se fue diluyendo su influjo y otros almerienses notorios como Villaespesa y Carmen de Burgos intentaron mantener tertulias periódicas en alguno de los cafés del Paseo del Prado.
La mayoría de los emigrantes que salían de Almería a trabajar se dirigían a las fábricas textiles de la industria catalana. Esa emigración de menesterosos en masa apenas tenía como destino Madrid, donde predominaba otro tipo de almeriense, más vinculado al funcionariado y a las profesiones liberales.
La veneración por la patrona de Almería, más si cabe en aquellos tiempos de verdadera lejanía (se canta lo que se pierde, escribió Machado) hizo que en 1958 se constituyera la Hermandad filial de la Virgen del Mar en Madrid, de donde nació la idea de tener un hogar para la convivencia y crear la Casa de Almería.
La aspiración cristalizó en 1963 con la constitución de la primera Directiva en la que se puso al frente el fiscal Federico Puig y las reuniones tenían lugar en el domicilio del secretario, el vizconde de Barrionuevo, en la Plaza Vázquez de Mella. Había vocales por pueblos como Juan Cuadrado Cánovas, por Vera, Antonio Fornieles, por Canjáyar o Fulgencio Oller, por Huércal-Overa.
La Casa empezó pronto a adquirir nombradía y relieve y fue creciendo el número de afiliados hasta rebasar los 300. Al poco, entró de presidente el vizconde Barrionuevo, padre del que iba a ser ministro, y se consiguió que la Casa fuese declarada de Utilidad Pública.
Se constituyó el galardón de la ‘Uva de oro’, que llegó a tener una notable influencia, y fue recogida, a lo largo de los años, entre otros, por Emilio Pérez Manzuco, Bernardo Martín del Rey, el Padre Tapia, Manolo del Aguila, Faustino Reyes, Manolo Escobar, Dionisio Godoy José Miguel Naveros, Pedro Pastor, Joaquín Salvador o a Julio Díaz, propietario del 808 Mesón de Almería. Se hicieron homenajes a Salmerón, a Celia Viñas, a Luis Siret, a Perceval y a Encarna Sánchez. Se instauró el premio a la Maya, como homenaje a la mujer almeriense.
En 1985 entró como presidente el abogado Juan José Hernández y la Casa vivió años de vino y rosas, con la adquisición de su primer local propio en la cotizada calle Serrano, la instalación de un bingo en López de Hoyos y la edición de la revista Puerta Purchena. En 1989 fue elegido presidente Esteban Baños que mantuvo el nivel alcanzado abriendo un nuevo local en la calle Talavera.
Sin embargo, empezaron a llegar los malos vientos, con la prohibición de ejercer actividad de bingo y los ingresos fueron mermando hasta no poder cubrir presupuesto que era ya de cinco millones, al tiempo que se iba acumulando una deuda de 20.000 euros.
Toda esa efervescencia de los inicios se fue apagando lentamente con la llegada del nuevo siglo. Los socios fueron menguando -ya no se veía por allí a Chencho Arias ni al general Miguel Vizcaíno- y hubo que vender la sede de Serrano y trasladarse a otra más modesta en Hortaleza donde tuvo lugar la Junta liquidadora de la sociedad en 2011, con Isabel Valverde como postrera presidenta.
Los nuevos tiempos no hacían necesario el mantenimiento del apego a la patria chica y tampoco hubo relevo generacional en la sede. Fu disminuyendo la ilusión y la vitalidad iniciales y la Casa de Almería entró en una lenta agonía hasta su desaparición. Una exposición de pintura cedida a la Diputación y comisariada por María Dolores Durán en 2015 fue su hito póstumo.
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