Juan Morata siempre será el cantante de los Teddy Boys, aunque ya no se suba a los escenarios para ganarse el sueldo. Un artista no tiene fecha de caducidad ni edad para jubilarse. El oficio de artista es para siempre y uno lo lleva impregnado en el alma como una forma de entender la vida y de agarrarse al mundo.
Hace unos años que por edad tuvo que jubilarse, pero su cabeza sigue activa y su viejo estudio siempre está abierto esperando la llamada de un amigo o de algún joven músico que necesite su colaboración. Ya no vive de su voz ni tampoco cobra por ejercer de manager. Lo hace por sentirse vivo, por no jubilarse de la vida, por seguir ligado a una vocación que forma parte de sus mejores años.
El sábado volvió a pisar las tablas para arropar a la cantante almeriense María José Gil que presentaba su disco ‘Homenaje’. Lo hizo por generosidad y porque necesitaba volver a sentir la emoción de un escenario, esa mezcla de miedo y felicidad que envuelve a los artistas antes de salir a escena y que provoca que los nervios salgan a flor de piel y que las manos le tiemblen como si fuera la primera vez que se pone delante del público.
Quizá uno de los secretos de su oficio es que la experiencia no sirve para controlar las emociones y uno tenga siempre la sensación de estar empezando, como aquella tarde de 1960 en la que con un grupo de amigos se atrevió a cantarle a toda Almería a través de los micrófonos de Radio Juventud.
Juan Morata fue, como tantos jóvenes de entonces, rehén de su época y estuvo marcado por la influencia que la música moderna ejerció sobre la juventud de aquel tiempo. Sus primeros escarceos de artista los vivió siendo un niño, en el programa ‘Balalín’ que presentaba Pototo. Eran los días de gloria de las canciones italianas que hablaban de amor.
Juan era un adolescente de catorce años que se había cansado de ir al instituto y le había dicho a su padre: “No quiero seguir estudiando”. Se había cansado de los libros, de los profesores y también de hacer zonga, de saltarse las clases y perder el tiempo en aquellas tardes de retirada en la soledad del puerto.
En 1960 un muchacho que no quería estudiar solo tenía un camino: el trabajo. No se entendía esa otra forma de encarar la vida que ahora está de moda, la de quedarse en casa y vivir de los padres sin oficio ni beneficio, con el móvil pegado en la mano y el coche en la puerta.
Como renunció a seguir estudiando buscó trabajo y lo encontró en uno de los comercios más importantes de su época, el de Almacenes Segura de la calle de las Tiendas. Allí aprendió la dureza de la vida limpiando cristales, fregando suelos, atendiendo al público en el mostrador y allí ganó sus primeros sueldos con los que empezó a soñar con tener su propio grupo musical.
Por aquellos años coincidieron en su grupo de amigos figuras que fueron fundamentales para poder desarrollar su vocación. Allí conoció a Juan Miguel González, que sabía tocar la guitarra, a Paco Carreño, que presumía de tener una guitarra eléctrica que le habían traido de Alemania y a José del Olmo, que tenía buenas manos para manejar la batería. Empezaron a cantar en los ratos libres y acabaron formando el grupo ‘Los Catinos’, de escaso recorrido porque ya existía en Barcelona una orquesta con ese mismo nombre y tuvieron que buscarse otro. Así, de forma accidental, nacieron los ‘Teddy Boys’. Tocaban en bodas, en el salón de actos de la iglesia de Regiones bajo la mirada atenta del padre Burló, que vigilaba para que los cuerpos no se acercaran demasiado cuando sonaban las lentas. Tocaban en los barrios y en los festivales que se organizaban en las escuelas para conseguir dinero para el viaje de estudios.
Mientras forjaba una vocación tuvo que seguir trabajando. Después de pasar dos años en Segura se fue a la oficina del ingeniero Juan Núñez y allí estuvo otros dos años hasta que descubrió que podía intentar vivir de la música. Un día se hizo el siguiente planteamiento: “Para dos milo pesetas que gano no merece la pena madrugar. Las puedo sacar cantando”. Y no se equivocó. Su grupo fue creciendo y en unos años Teddy Boys fue un símbolo dentro de la provincia. No hubo una fiesta de pueblo donde no tocaran, en aquellos veranos intensos, cuando eran recibidos como ídolos en todos los escenarios. “Éramos dioses cuando llegábamos a un pueblo”, recuerda.
Juan Morata era el cantante y una de las estrellas del momento. Trabajaban sin descanso, siempre tirados en la carretera y siempre metidos en el local de ensayo porque los grupos de entonces tenían que llevar en el repertorio todas las canciones que habían sonado a lo largo del año.
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