Hay algo misterioso en la vida de Siret que nunca fue explicado: por qué España, por qué Cuevas del Almanzora, por qué Herrerías. Es cierto, como dijo él mismo, que ‘Almería era un museo a cielo abierto’, un paraíso para cualquier arqueólogo, pero no más, entonces, que Murcia, Teruel u Orce. Encontró algo no explicado en esos terrones neolíticos de Almizaraque o del Argar o de Fuente Alamo, que le hizo anclarse a esas terreras como un navío a una bahía en medio de una tormenta.
Pero qué fue de la familia, de los deudos, de las estipe del ingeniero belga cuando él cerró los ojos en 1934 asaeteado por una pulmonía. Luis Siret Cels llegó a Cuevas en 1881 siguiendo los pasos de su hermano Enrique, para trabajar en las minas de Almagrera y para hacer el proyecto de la traída de aguas potables a esa tierra de la plata. Con sus bisoños ojos azules y su bigotillo bermejo, echó allí raíces para liderar la construcción del edificio de la arqueología moderna.
Enviudó pronto el sabio, al morir su mujer Magdalena Belpaire y se quedó a vivir en un cortijo de Herrerías donde, en plena República, se apagaron para siempre, con 74 años, esos mismos ojos azules, ya turbios por tanto estudio a la luz de un candil, y donde se tiñeron de armiño las madejas de su cabellera y de su bíblica barba.
Plegó lo párpados en una cama de madera de pino, un siete de junio, entre el canto de los grillos, rodeado de estanterías repletas de vasijas, fémures humanos y huevos de avestruz, que él había dibujado previamente en cientos de cuadernos con una letra vigorosa y menuda, mientras su contable Joaquín Baumela miraba por sus mundanos negocios mineros. Luis Siret ese al que los mineros de Herrerías llamaban Don Quijote por su traza espigada y enjuta, quiso vivir y morir en España, en Almería, en Cuevas, donde no nació porque no le dieron a elegir. Lo escribió Brenan en Al Sur de Granada: “He conocido a Siret, un devoto de Almería, de la que dice que es la tierra originaria de las sirenas”.
La familia Siret, cuando murió el patriarca, siguió vinculada a ese Sureste peninsular tan alejado del centro del mundo. Allí nació su hijo Adolfo, en 1894, y muy cerca, en Aguilas, lo hizo, un año antes, su hija Susana, quien con el tiempo se casó con Nicolás Delannoy tuvo ocho hijos (Elisa, Alfonso, Pablo, María, Juan Bautista, Andrés, Magdalena y Carlos. El matrimonió volvió a Bruselas y se desvinculó para siempre de Almería.
Adolfo, sin embargo, llevaba en el adn pastoril de su padre, su marcado carácter idealista y algo excéntrico que le hizo aposentarse durante décadas en la misa casona de Herrerías que su progenitor.
Tras combatir en la Primera Guerra Mundial y quedar herido de un tiro en el pie que le hacía cojear, se casó con Ofelia Quintas de Calvalho, hija del gobernador portugués de Cabo Verde, y establecieron su residencia, después de la Guerra española, en Herrerías. Allí, entre la recuperada actividad minera de El Arteal, criaron a sus dos hijos, Roger y Luis.
Adolfo, que había vivido en la opulencia en tiempos de su padre, vio como ahora tenía que ir vendiendo predios y derechos mineros para poder sobrevivir, unido a una pensión del gobierno belga de 2.000 francos por su invalidez en la Gran Guerra.
Adolfo era el tipo más excéntrico del distrito, recuerda José Carmona, un nonagenario que aún vive y que fue vecino del hijo de Siret mientras ejercía de contable en Minas de Almagrera. Su mujer le decía con la melancolía de Pessoa, con un marcado acento luso: “Adolfo, si vas a la mar se seca”.
Solía acudir a Cuevas y a Almería para sus negocios particulares en la tartana del cosario llamado Cañamón y por las noches oía en una radio sueca las noticias que daba su hijo Roger, que estaba casado con Monique Deken, locutor en Radio Leopoldville, en el Congo belga.
El otro hijo, Luis Siret, nieto del sabio, que se alistó en el ejército y participó desde Inglaterra en el Desembarco de Normandía, al acabar la Guerra, se casó con Denisse Depiese, una mujer esplendorosa, y terminó también trasladándose a vivir al enorme cortijo de Las Herrerías.
Solían ir en las tardes de verano, en los años 40, a tomar baños en la playa de Villaricos, hasta que una pareja de la Guardia Civil prohibió a Denise quedarse en bañador delante de los bañistas y la obligaron a bañarse con vestido hasta las rodillas.
Luis y su padre Adolfo emprendieron, en ese tiempo, negocios irrisorios que recordarían por mucho tiempo los lugareños: una plantación de ricino para venderlo como aceite a la aviación; una plantación de cebada en La Arbolea que no tenía salida comercial; una fábrica de pienso para gallinas que provocó que salieran los huevos con la yema blanca; un negocio de compra de pieles de conejo para la exportación a Canadá que nunca llegaban a su destino.
Luis, con seis hijos (Daniel, Ofelia, Astrid, Olivier, Federico y Sergio) al morir su padre se trasladó a las minas de Alquife y después abrió un hotelito en Madrid, donde falleció, después de vender las últimas fincas y derechos mineros de la familia en Almería.
Alguno de sus hijos, como Federico, bisnieto del arqueólogo, siguió vinculado a la tierra de sus ancestros, donde volvió hace unos años abriendo una casa en Palomares.
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