Entre el humo del tabaco y la humedad que se colaba hasta los huesos, entre el olor de los cafés mañaneros y las copas de anís, reinaba el negocio antes de que amaneciera. Las voces de los hombres competían con el graznido de las gaviotas mientras que las cajas repletas de pescado iban llenando el muelle. Hablaban un idioma que solo ellos entendían, un lenguaje de signos, de palabras incompletas, que acababan con un apretón de manos que sellaba un acuerdo.
Ir a la subasta del pescado tenía ese aroma de aventura que rodeaba a los viajes. Levantarse al amanecer, recorrer andando la ciudad desierta y cruzar la carretera de Málaga hacia el puerto pesquero, era como entrar en un territorio desconocido donde se hablaba un idioma directo en el que mandaban los gestos sobre las palabras.
Uno tenía la impresión de haber atravesado un túnel del tiempo para regresar medio siglo atrás, donde seguramente reinaban las mismas formas de hacer negocio, las mismas caras de los marineros y las mismas normas de subsistencia donde un manojo de pescado significaba el sustento diario de una familia. El mar parecía un espejo en aquellas mañanas serenas y la llegada de los barcos cargados de género provocaba un alboroto de voces y gaviotas. Había marineros con las huellas del mar impresas en la cara, como si en cada viaje hubieran envejecido varios años. Hombres jóvenes que llevaban la soledad de los océanos en la mirada y que en cada anochecer se jugaban la vida para llevar un sueldo a sus casas.
Había mujeres enlutadas a la que la juventud le había pasado de largo, que esperaban los restos de las ventas para cargar sus cestas y tirarse a las calles a vender casa por casa. Había niños que habían pasado de puntillas por la escuela y que habían tenido que abandonar su mundo de juegos y muñecos para ser adultos antes de tiempo y aprender el oficio. Había hombres de negocios que sabían de cuentas, que se iban repartiendo la mercancía para llevarla a los grandes mercados, y había viejos marinos que ya no tenían edad para embarcarse, pero que necesitaban seguir respirando el mar y seguir sintiéndose pescadores, y que cada mañana acudían antes de que amaneciera a compartir con los amigos del oficio el ponche y los café en las barracas del puerto pesquero y que durante el día se ganaban unos duros en la explanada del muelle remendando y limpiando las redes.
A lo largo de la historia, la subasta del pescado siempre fue un gran acontecimiento comercial que a pesar de su importancia para la economía y para la subsistencia de la población, no llegó a tener un escenario estable hasta bien entrado el siglo veinte. En el siglo diecinueve, antes de que se derribaran las murallas que rodeaban Almería, la subasta se estuvo realizando durante un tiempo frente a la puerta llamada del Socorro, allí donde el baluarte que corría paralelo a la playa se unía con el lienzo de piedra que bajaba desde el torreón de Poniente de La Alcazaba, un lugar estratégico por donde pasaba a diario la vida que entraba y salía de Almería hacia el sur. Allí, en el llano del terreno que había entre la playa y la puerta del Socorro se montaba en cada amanecer un gran zoco donde los mismos marineros comerciaban con los vendedores.
En aquel lugar se hacía la subasta y una parte importante de la venta al público, por lo que aquel escenario acabó siendo lonja y plaza, sin más infraestructuras que las mismas cajas donde venía el pescado, tendidas sobre el suelo. Fueron numerosas las quejas de los vecinos que habitaban aquel barrio, denunciando ante el Ayuntamiento la situación de suciedad que presentaba la parte exterior de la puerta del Socorro, que se hacía insoportable durante los meses de verano.
En las décadas finales del siglo diecinueve, ya con las murallas derribadas, la subasta del pescado se trasladó a las zonas libres del dique de Levante, que también se convertía en una Plaza improvisada. En 1904, fueron los propios pescadores y los vendedores, los que se dirigieron a las autoridades municipales solicitando que tanto la subasta como el mercado se verificara al final de la Rambla de La Chanca, ya que la zona del dique de Levante no reunía las condiciones exigidas. Ese mismo año, se desató un duro enfrentamiento entre los vendedores de pescado que ejercían su actividad en la ciudad con los armadores que preferían destinar más de la mitad de las capturas a los mercados exteriores.
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