En nuestro almanaque anual, no en el de los meses y los días, sino en ese otro calendario de pequeños acontecimientos que nos iban marcando la vida, en Almería teníamos señalados en rojo los días después de un temporal.
Los temporales, ya fueran de lluvia o de viento, o los dos juntos, dejaban un rastro de desolación, de fin y de comienzo. Los paisajes y el horizonte se renovaban después de una noche de lluvia torrencial y la aparición de la naturaleza, en estado puro, dejaba en nuestros escenarios una sombra de tragedia y una luminosidad de resurrección.
Al día siguiente de un temporal, cuando íbamos a ver sus consecuencias, teníamos una sensación de final de ciclo, como si el mar, empujado por el viento, como si la lluvia salvaje y todo lo que había arrastrado el río, fueran el inicio de una nueva etapa donde el aire parecía más puro y los colores brillaban como debieron de brillar el primer día de vida sobre la tierra.
El día después de un temporal se contabilizaban los desperfectos: los árboles dañados en el Parque, las embarcaciones arrastradas en el puerto, lo que habían dejado de ganar los pescadores que no habían salido a faenar, las viviendas que habían resultado heridas en los barrios más pobres y lo que había arrastrado el río hacia hasta el mar.
Más de una vez en mi casa hicimos una excursión familiar para ver el espectáculo del cauce del río repleto de agua. Llegaba turbio, cargado de ramas, llevándose sin esfuerzo todo lo que encontraba a su paso. Cuando aquel torrente se fundía con el mar el agua se teñía con una capa de barro que iba cambiando el color del horizonte. A mí me gustaba mirar el río enojado inundando el mar. En aquellos momentos se creaba un silencio crepuscular y solo se escuchaba el ímpetu del torrente arañando las dos orillas.
El día después de un temporal no reconocíamos algunos de nuestros paisajes cotidianos. La playa que iba desde el cable Francés hasta el Zapillo desaparecía como si se la hubiera tragado la fuerza del mar y donde había arena aparecía un rastro desolador de matorrales, ramas y despojos, extendido como una alfombra hasta los pies de los edificios. En medio de aquel escenario irreconocible por el que parecía que había pasado el fin del mundo, los niños se encargaban de recuperar la normalidad cuando en medio del caos jugaban buscando entre los restos del naufragio algún tesoro que hubiera devuelto el mar.
El día después de un temporal, mientras se hacía balance de los daños, las fuerzas vivas de la ciudad recordaban la necesidad de construir un Paseo Marítimo y reforzar los espigones que nos protegieran de la fuerza de la naturaleza. En los años setenta, siendo alcalde Francisco Gómez Angulo, dejó claro por dónde tenía que pasar el futuro de la ciudad. “Si un alcalde tiene que ser soñador, yo lo hago pensando en un Paseo Marítimo hacia el Cabo de Gata”, llegó a decir en una entrevista publicada en el mes de enero de 1973.
La ciudad se había extendido como un gigante por la franja marítima hacia la boca del río; el viejo barrio de el Zapillo se había llenado de grandes bloques de edificios que en verano eran la residencia de los turistas que venían a nuestras playas, pero en medio de ese desarrollo urbano que hablaba de progreso aparecía todavía el rastro de una Almería rural anclada en el pasado. Allí estaban todavía las instalaciones de la Central Térmica, al borde de una carretera sembrada de baches donde dos coches se rozaban, y rodeada de los últimos bancales de una vega en retirada.
Aquel camino que bajaba hasta el nivel del río porque todavía no se había construido el puente, era la carretera que llegaba hasta Costacabana, un barrio que había nacido con vocación turística, como punta de lanza de un desarrollo imparable, y que no pudo progresar por su aislamiento. Después de las lluvias, cuando el río salía, los vecinos de Costacabana se quedaban incomunicados, lo mismo que la gente que vivía en aquellos parajes de la Vega de Allá, que siempre tuvieron la sensación, después de un temporal, de que Almería estaba al otro lado del mundo.
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