-“A este cigarro ya no le queda ni el humo”-.
Se lo dijo una cálida mañana de este otoño tardío a Rafael, su chófer durante los últimos veinte años, con la resignación de un cristiano al que las fuerzas le anuncian que el viaje a Ítaca está llegando a su fin. Desde aquel día decidió que el tiempo de las visitas había terminado, que sus colaboradores más íntimos no recorrerían con él el irremediable camino de la decadencia.
Desde hacía más de un mes ninguno de ellos traspasó los umbrales de su casa en el Zapillo. Sólo Rafael, su amigo de tantos traslados a Las Palmerillas y a Las Mariposas, tenía franca la puerta de su casa y de su deterioro. Ni aquel chiquillo con catorce años al que vio por primera vez en los primeros setenta en la oficina de Vélez Rubio lo pudo ver en las últimas semanas.
Sosegado por el conmovedor sentimiento de un duelo ya intuido desde meses atrás- “cuando dejó de ir a Las Mariposas y a Las Palmerillas ya sabíamos que no había vuelta atrás”-, José Luis Heredia, aquel niño de pantalón corto y hoy vicepresidente ejecutivo de Cajamar, recuerda la mañana de febrero en que se vieron por primera vez. “Entró en la oficina ataviado por un sombrero tirolés y preguntó por Pepe Soto, el director; le dije que había salido y que esperara. Le ofrecí sentarse junto a la estufa, era invierno y el frío velezano era helador; declinó mi invitación y permaneció callado, inmóvil, más de media hora. Cuando volvió el director se dieron un abrazo, ¡Hombre Don Juan, ya ha llegado usted!, a mí se me cayó el alma a los pies. Aquel tipo que esperó sentado y sin hablar casi una hora era el jefe máximo para el que yo trabajaba. Pero por Dios - le dije-, ¿por qué no se ha acercado aquí a la estufa con el frío que hace, por qué no me ha dicho quién era?
-Porque si te lo digo te hubieras visto obligado a atenderme y a darme conversación y eso te hubiera impedido continuar trabajando.
Trabajar, siempre el esfuerzo a través de un camino extenso (88 años de travesía), intenso (construyó desde el esfuerzo una de las grandes Cajas españolas) y decisivo en la creación de la nueva estructura económica de Almería.
Juan del Águila, Don Juan del Águila (aquí el Don está exigido por el talento y reconocido desde el agradecimiento) ha llegado a puerto después de haber cumplido como uno de los mejores navegantes que han tripulado la nave almeriense en los últimos siglos. Quizá nunca tantos debieron tanto a tan pocos.
Cuando en 1963 y en una pequeña oficina de la calle Méndez Núñez aquel abogado con amor a la agricultura y con inquietudes cristianas creó la caja Rural de Almería en compañía de otros aventureros, nadie, ni quienes le acompañaban en aquel viaje equinoccial en la quimera hacia El Dorado, era consciente del movimiento que estaban comenzando a poner en marcha. Sin más equipaje que una voluntad férrea de trabajo y una convicción profunda de que la historia se puede cambiar, Don Juan dio el primer paso de la gran marcha de lo que hoy es Cajamar.
Y lo dio desde la sencillez. La misma sencillez que acompañó a aquel agricultor que se presentó en su despacho para solicitar un crédito con el que intentar cambiar el anticuado sistema de trabajo con el que cultivaba su tierra.
-¿Qué avales puede usted ofrecer que garanticen el préstamo?, le dijo Don Juan mirándole a los ojos.
El hombre guardó silencio, le devolvió la mirada y, sin inmutarse, levantó los brazos, le enseñó las manos y respondió:
- Mis manos, nada más.
- ¿Nada más?-
-Mis manos y el trabajo de mi mujer que está ahí fuera.
Aquel agricultor, aquella mañana, salió del despacho con el primer crédito que la habían concedido en su vida. Tal vez, aquella decisión fue la semilla de lo que hoy podría ser una extraordinaria industria de producción agrícola bajo plástico.
El encuentro me lo contó una mañana de confidencias en su despacho de Las Mariposas y refleja, desde la humildad, la grandeza de un tipo que ha creado una de las entidades financieras más importantes del país en una de las provincias más pobres desde la inteligencia de saber mirar el alma a través de los ojos de quienes le pedían ayuda. Don Juan sabía, bien que sabía, que aquel agricultor que aquella mañana llamó a su puerta no iba a romper su compromiso con quien le había concedido la ayuda que necesitaba.
Como supo siempre que la Caja no era un fin, que su objetivo nunca tenía que tener en la frialdad aritmética del beneficio contable su principal objetivo; la Caja tenía que ser un instrumento para ayudar a cambiar las condiciones de vida de una provincia condenada sin remedio y desde hacía mil años a la pobreza y a la emigración, a las lágrimas y al de-samparo. Medio siglo después su objetivo se ha cumplido.
Las revoluciones siempre fueron un día de fuego y cincuenta años de humo. Don Juan del Águila, aquel visionario que creyó en los almerienses y consiguió cambiar la historia demostró que las revoluciones que sólo provocan beneficios son aquellas que nacen de una idea y construyen cincuenta años de progreso compartido.
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