En la Navidad de 1952 uno de los alicientes de los almerienses que salían a ver los escaparates por el Paseo era entrar en la confitería La Corona que acababa de remodelar sus instalaciones. Seguía ocupando el mismo caserón en el que había nacido hacia 1917, pero su nuevo propietario, José Sáez Rosales, le había dado un toque moderno decorando el local con las últimas novedades: grandes vitrinas de cristal confeccionadas por la empresa La Veneciana; gran profusión de mármol de los talleres de Juan Diego Sáez; el fino estilismo de la carpintería de Enrique Marín; la pintura de Juan Picón y los hierros forjados que le fabricaron en los talleres Algarra. En aquel decorado destacaba además una hermosa fuente de mármol blanco de un metro y medio de altura que se manejaba con un grifo que había detrás del mostrador para que los niños de la calle no estuvieran entrando y saliendo a todas horas para beber agua.
En aquellos años La Corona competía con las confiterías más prestigiosas del centro: La Dulce Alianza, El Once de Septiembre, La Ideal..., pero no existía entre ellas ninguna rencilla comercial. Paco Sáez, uno de los hijos de La Corona, asegura que existía una colaboración constante entre los pasteleros y que hubo un tiempo en que todos se unían a la hora de realizar los pedidos de harina, mantequilla y cabello de ángel, para ahorrar tiempo y dinero.
Era un espectáculo caminar por el Paseo en los domingos de invierno, cuando la ilusión de muchas familias y de las parejas de novios pasaba por entrar en una confitería y llevarse un papelón de pasteles como si formara parte de un guión escrito en la memoria colectiva de la ciudad: salir, mirar los escaparates y comerse un pastel. Los domingos se llenaba La Corona, pero el negocio de verdad, la ganancia de medio año, se hacía el día de San José por ser la fiesta de los padres y porque en aquel tiempo la mitad de los varones celebraban su santo ese día. Cuánto se trabajaba en el obrador: toda una noche en vela para poder responder a todos los encargos y que los niños pudieran salir a repartir las tartas a media mañana. El obrador del Paseo no paraba porque tenía que abastecer también los pedidos de la confitería Niza, que formaba parte del mismo negocio. Fueron más de veinte años en esa acera del Paseo, cerca del histórico kiosco de las pipas, ocupando el local de un viejo caserón que fue derribado en 1974 cuando Marín Rosa construyó un nuevo y moderno edificio para su empresa. José Sáez y La Corona tuvieron que buscar un nuevo emplazamiento en la acera de enfrente, en el viejo local donde había estado La Granja Balear. Empezaba así una nueva etapa para la familia Sáez, la época del cambio, el tiempo de la modernidad.
La nueva Corona estaba bien situada, a unos metros de la Biblioteca Villaespesa, y fue concebida no solo como confitería, sino también como heladería, charcutería y cafetería. Disponía de una amplia terraza con más de veinte mesas y en la parte de atrás, la que daba a la calle de San Francisco, tenía un salón que fue aprovechado para poner una bocatería.
Cuando derribaron la casa original para levantar un edificio moderno de gran altura, los escaparates de la confitería se convirtieron en uno de los grandes puntos de atracción del Paseo con su despliegue de luz y su exhibición de dulces.
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