Tenía ganas de tomarse un descanso después de una larga vida de intenso trabajo. Por eso, cuando hace cinco años le llegó la jubilación, soñaba con empezar un nuevo camino y disfrutar de ese pequeño paraíso llamado ‘tiempo libre’, del que había escuchado hablar a los demás, pero que apenas conocía porque su destino, desde que era un niño, había sido la panadería. Fue panadero porque su padre y su madre lo eran, porque hace sesenta años era más valioso aprender un oficio de verdad que tener una carrera.
Juan Suárez fue uno de aquellos panaderos antiguos que llevaban el olor de la harina y del horno grabado en las manos. Su negocio, en la calle del Inglés, era una panadería de verdad donde se elaboraba y se vendía el pan, donde el que entraba sentía de cerca el milagro diario del pan recién hecho cuando el pan olía a pan, cuando una panadería era el comercio más importante del barrio.
La suya lo fue sin discusión. Se puede decir que la generación de los primeros vecinos del barrio de los Ángeles creció con el pan y las tortas de la panadería de Juana, la matriarca del negocio, la que junto a su marido, Francisco Suárez, inició la aventura de salir adelante en un arrabal que a comienzos de los años sesenta estaba gestándose. Cuando el obrador se montó en una casa de puerta y ventana de la vieja calle del Inglés, los edificios eran aún una promesa y junto a los últimos vestigios de las huertas, los muros y las balsas de los cerros de la Molineta empezaban a asomar como frutos de un tiempo nuevo, los pies de hierro y hormigón de las nuevas edificaciones.
Juan nació y creció en ese pequeño universo de madrugadas y pan caliente, en aquellos inviernos lejanos que olían a la leña barata de los braseros que las mujeres encendían delante de cualquier puerta cuando caía la tarde, a la humedad que reventaba las paredes de las casas, al pozo negro de los patios que los basureros limpiaban una vez al mes, al humo denso del tabaco sin boquilla, al perfume que dejaba el anís de garrafón tempranero en los labios de los hombres.
Aquella Almería de la posguerra olía a vida recién hecha y sobre todo, a pan caliente. El pan fue el consuelo de los pobres; cuando no había otra cosa para comer, un trozo de pan duro untado en aceite servía para poder irse a la cama con el estómago cubierto.
La panadería era su vocación desde que siendo un niño de trece años se iba con su padre a llevar el pan de puerta en puerta. Conoció lo que era hacer el reparto en un viejo carrillo de tres ruedas, en una bicicleta y en un Isocarro cuando el negocio fue prosperando y había que llegar lo antes posible a todos los rincones de la ciudad.
La suya fue la primera panadería del barrio, un templo para los primeros pobladores de la zona, el negocio donde su padre y su madre se dejaron la juventud para sacar a sus hijos adelante. Francisco Suárez y su mujer, Juana Fernández, tuvieron en aquellos tiempos visión de futuro invirtiendo en un lugar que unos años después de su llegada se fue llenando de pisos y de gente, hasta multiplicar por diez el número de vecinos. Desde entonces, la panadería de Juana, ha sido un referente en el barrio. Él cogía el motocarro por la mañana y se iba a repartir el pan a la calle, mientras ella se quedaba despachando detrás del mostrador. Sería imposible contar las horas de trabajo que echaron a lo largo de su vida ni las familias que alimentaron sus hogares con aquel pan verdadero.
Juan Suárez Fernández supo seguir la senda que le marcaron sus padres y mantener el local tal y como se lo dejaron. El letrero de la entrada, las viejas puertas de madera, las losas del suelo, el olor a pan auténtico, que recordaban como debió ser el establecimiento en sus orígenes. Allí estaba él junto a Ángeles, su mujer, manteniendo un oficio y una forma de entender la vida.
Cuando le llegó la hora de jubilación tenía muchos sueños en la cabeza, pero también la incertidumbre de no saber si después de tantos años dedicado al trabajo iba a poder adaptarse a su nueva vida sin horarios.
Hace unos años coincidí con Juanico el panadero por la calle de Reyes Católicos. Ya no trabajaba, pero el destino lo había metido en una batalla para la que no estaba preparado. Sin apenas tiempo de disfrutar de la jubilación le vino una enfermedad que le echó por tierra todos sus planes. A partir de entonces comenzó una lucha desigual en la que a pesar de la presumible derrota que se intuía en su mirada, él intentaba hacerse el fuerte, tratando de mantenerse con el ánimo intacto para aliviarle el sufrimiento a la gente que tenía alrededor.
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