Todavía, en el momento más sagrado de la ceremonia de la Primera Comunión, hay curas que le preguntan a los niños si renuncian a Satanás, y se quedan tan tranquilos, como si estuvieran afrontando un simulacro de exorcismo.
Recuerdo que en nuestro listín infantil de mitos y temores los niños de mi generación le teníamos puesta una raya al demonio. En ese escalafón en el que se sustentaba nuestro ideario moral el primer escalón lo ocupaba Jesucristo, que para nosotros era el Señor, aquel todopoderoso que nos había creado a su imagen y semejanza, el que estaba clavado en una cruz en la pared principal de la clase, el que aparecía en las estampas del álbum del Antiguo Testamento que con verdadera devoción íbamos coleccionando.
Después del Señor venía la Virgen, que era mucho más compleja y con la que nos hacíamos un lío porque nunca entendíamos quién era la auténtica: si la Virgen María o la Virgen del Carmen, si la Virgen de las Angustias o la Virgen del Mar. El tercer puesto en esa lista de santidades que teníamos en la memoria era para el Niño Jesús, que lo sentíamos más cercano a nosotros, como menos figura y más realidad.
En mi mesa de noche mi madre me instalaba una figurilla del Niño Jesús en su cuna para que velara por mí mientras dormía, la misma imagen que después utilizábamos cuando llegaba la hora de montar el Belén, por lo que el Niño acababa pluriempleado. A continuación venía la figura borrosa, la sombra milagrosa del Espíritu Santo, cuyo nombre los niños recitábamos de carrerilla cuando rezábamos, pero sin tener ni idea de quién era este personaje. Nos pasaba lo mismo que con Poncio Pilatos, al que nombrábamos a diario sin conocerlo.
Una vez apareció por el colegio un sacerdote joven que venía a prepararnos para la Primera Comunión. En su charla nos habló de todo lo divino y especialmente del Espíritu Santo, que según nos contó estaba siempre presente, allí donde estuviéramos, como aquella otra figura del Ángel de la Guarda que estaba todo el día detrás de nuestras acciones para protegernos.
Una tarde de aburrimiento en la escuela me puse a mirar el techo en busca de alguna señal del Espíritu Santo. En ese momento ocurrió algo maravilloso, una señal divina: una avispa despistada se coló por la ventana y armó tal alboroto que la pobre maestra, asustada, tuvo que ir en busca del director, que con una escoba en la mano emprendió la captura del insecto mientras los niños festejábamos con risas y aplausos aquella aparición. Desde esa vez que vi al director subido en una silla con la escoba en la mano dejé de tenerle miedo.
Detrás del Señor, del Niño Jesús, de la Virgen, del Espíritu Santo y del Ángel de la Guarda, aparecía Satanás, más conocido por el demonio. Aunque figurara el último en la lista oficial, la verdad es que en nuestro devenir diario, el temido Satanás estaba el primero.
Al demonio lo imaginábamos como un señor muy malo que aparecía en todo lo bueno. Estaba presente en las horas robadas al colegio, en la forma en la que mirábamos a las muchachas, en el inocente gesto de meter la mano en el bolso de nuestras madres y sacar una peseta. El demonio nunca faltaba entre esas que llamaban las malas compañías, que siempre eran las mejores, ni en cada una de nuestras travesuras y ocurrencias.
El temido demonio era yo mismo cuando alguna vecina de mi barrio se presentaba en mi casa quejándose del último pelotazo en sus cristales y mi madre pronunciaba aquella frase tan escuchada de “este niño es el mismo demonio. No sé lo que voy a hacer con él”.
No es de extrañar que cuando llegó el día de la Primera Comunión y el cura nos preguntó si renunciábamos a Satanás, muchos de nosotros entráramos en un serio conflicto interior. Cómo íbamos a renunciar al demonio si formaba parte de nuestra vida. Era como si el cura nos pidiera que nos cortáramos un brazo o que prescindiéramos de una pierna.
Cuando pronunciábamos el ‘sí’, cuando abandonábamos a Satanás, en cierto modo dejábamos de ser nosotros mismos y al día siguiente de la Primera Comunión nos sentíamos raros, como si nos hubiéramos colado de pronto en un cuerpo extraño. Una bondad artificial se apoderaba de nosotros hasta que una semana después, al volver la esquina más oscura de nuestra conciencia, nos encontrábamos de frente con el diablo, que con su cara sucia, media sonrisa y un cigarrillo en la oreja, nos estaba esperando para sacarnos de nuevo a bailar.
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