En la parte alta de la calle Gutiérrez de Cárdenas, frente a la fachada lateral del convento de Las Puras, se conserva intacta la casa donde vivió Alfonso Rojas Zapata, más conocido como Alfonsito el del kiosco. Es una vivienda con fachada de grandes ventanales que en la azotea tenía dos habitaciones que servían de desván. Los niños del barrio cuando íbamos a ver a Alfonsito solíamos terminar en el terrado donde jugábamos a recorrer la manzana saltando de casa en casa.
Alfonsito vivía con su madre, la señora Manuela, de la que tengo un recuerdo nítido a pesar del paso del tiempo. Era una mujer elegante, con unas piernas sugerentes, ligeramente curvadas. Siempre llevaba tacones altos y medias oscuras y los niños la mirábamos como a una diosa inalcanzable.
La casa era ancha y profunda y en otro tiempo fue el refugio de varias familias realquiladas que por un precio módico tenían derecho a una habitación y al uso compartido de la cocina y el cuarto de baño. Allí estuvo viviendo durante un tiempo la famosa actriz española María José Cantudo, que había venido a Almería siguiendo los pasos de su padre, trabajador de Renfe.
Alfonsito, que se había quedado huérfano de padre siendo un niño, vivía protegido por su madre, que tanto sufría por esa parálisis parcial en piernas y brazos que hicieron de su hijo un niño diferente. En la casa también habitaba el tío Juan, al que todos conocían en el barrio como Juanico el chiquitillo. Era un buen hombre al que su corta estatura lo había condenado a la soledad de por vida: nunca tuvo novia, nunca tuvo amigos y nunca llegó a tener un trabajo seguro.
Los niños, con la crueldad que a veces empleaban con los que consideraban inferiores, jugaban a meterse con el pobre de Juanico. “Cuando te mueras te van a enterrar en una caja de mistos”, le decían. “Juan, cuando vayas al fútbol saca una entrada de niño que cuesta menos”, le gritaba otro, mientras el bueno de Juanico no tenía otra defensa que tirarle una piedra o acordarse de los difuntos del provocador. Un día, cuando la procesión del Corpus estaba pasando por la calle Eduardo Pérez, un muchacho le gastó una broma de mal gusto diciéndole: “Juan, ponte una camisa blanca y métete en la fila con los niños de la Primera Comunión”. Le sentó tan mal aquel chiste en medio de tanta gente, que el bueno de Juanico reaccionó como un héroe cogiendo una de las boñigas de los caballos de la Guardia Civil para restregársela por la cara al gracioso.
A veces, el tío de Alfonsito trabajaba como ayudante en alguna obra y otras echándole una mano al sacristán de la Catedral cuando había que colocar sillas portátiles o sacar la alfombra de las grandes solemnidades. Nunca olvidaré la estampa de aquel hombrecillo cabizbajo que caminaba balanceándose como una mecedora, con un cigarrillo pegado a los labios y esa mirada de tristeza que va dejando la soledad sin tregua. Pasaba por delante de nosotros de puntillas y si nadie se metía con él, volvía la cabeza y dejaba escapar una tímida sonrisa.
Alfonsito era distinto a su tío Juan. Había sabido adaptarse a la parálisis que le cambió la vida siendo un niño y caminaba con soltura de un lado a otro y se mezclaba con la gente y con los amigos. Era un asiduo de Casa Puga, donde todo el mundo lo respetaba y donde siempre aparecía un conocido que decía: “Leo, ponle un vaso a Alfonso”.
Alfonsito parecía un muchacho feliz cuando estaba con los amigos y cuando se reunía en el Bahía de Palma con los hinchas de la peña del Athletic de Bilbao que él mismo había fundado. El fútbol y los amigos le ayudaban a sentirse importante, pero sin trabajo y con la escasa pensión de su madre la familia sufría para salir adelante. Un día, la suerte se vino a cruzar en su camino cuando alguien le propuso escribir al programa de radio ‘Ustedes son formidables’, un espacio en el que se atendían las peticiones de ayuda de personas que necesitaban que alguien les echara una mano. La noche en la que entró en directo Alfonsito todo el barrio estuvo pendiente de la radio. Su historia llegó al corazón de los oyentes y con el dinero que se consiguió recaudar y una pequeña ayuda del ayuntamiento, pudo montar un kiosco al lado de la Puerta de Purchena para ganarse la vida vendiendo cupones y caramelos.
El trabajo encauzó su vida y le permitió salir adelante cuando poco después su madre, la señora Manuela, murió de forma repentina en plena madurez.
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Eduardo de Vicente