Los almerienses que transitan por la calle Eduardo Pérez, ese hilo dental que une la calle Real con la Plaza de la Catedral, la ven a diario: una fachada decrépita que se viene abajo; los restos de una casa desvencijada que da pena verla -al lado del Vértice y enfrente de la peluquería de Serafín- que amenaza con derrumbarse uno de estos días menos pensados, a pesar de las vigas de hierro que la sostienen, como un gotero mantiene con vida de ficción a un enfermo terminal.
Es una casa-ruina, como la secuela de un bombardeo en Beirut o en Sarajevo, como en una de esas fotos que hemos visto, con el Banco Español derribado, de cuando el Admiral se vengó de la República haciendo blanco en los terraos de Almería; es el esqueleto que queda de una vivienda con su interior plagado de cascotes y escombros que se otean tras los vanos vaciados. Y aún llama más la atención su estado por el contraste con el aspecto majestuoso de la casa vecina, la mansión señorial más rancia de Almería -con permiso de la de Los Puche- que fue de la señora Remedios Benavides, después de Mariquita Pérez de Perceval y ahora de la familia Ruz Pérez de Perceval.
Esa casa famélica, con vestigios de balcones y filigranas burguesas, junto a una fila de contenedores malolientes, rotulada con el el número 6, es como un muro de las lamentaciones, donde abrevan los fines de Semana Santa los noctámbulos de Las Cuatro Calles, donde estuvo la sede del diario La Independencia, cuando aún se llamaba calle del Cid Campeador.
Era propiedad este inmueble hoy desnutrido del farmacéutico Juan José Vivas Pérez, el prócer almerienses que inventó el salicilato de bismuto, aquel antidiarreico que dio la vuelta al mundo. De allí salían cada madrugada resmas de periódicos aún con la tinta caliente, que muchachos con baberos voceaban por toda la ciudad con los titulares debajo del brazo. Y sus habitaciones superiores fueron ocupadas durante más de un siglo por hombres y mujeres, con sus sueños y aspiraciones; estancias donde jugaron niños con caballos de cartón, donde aprendieron aritmética en tardes pardas y frías. Porque una vivienda no son sus muros y ladrillos -al menos no solo eso- es también un estribillo cuajado de las vivencias de la gente que la habitó y que está enterrada hace ya mucho tiempo. La casa pasó del boticario a su hijo Juan José, ejecutado en la playa de La Garrofa, y después a sus nietos. Tras la Guerra se estableció la imprenta de Carmelo Ortiz, quien murió de un infarto fulminante y también residió el farmacéutico José Bueno.
Durante un tiempo hubo un cartel anunciando la obra de un nuevo edificio, bajo la dirección del arquitecto Luis Góngora Sebastián, con fecha de finalización en 2012. Pero quedó en eso, en un anuncio.
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