El último carpintero de Las Perchas

Manuel Gajate (1933) tuvo un taller de carpintería durante 40 años en la calle del Pósito

Manuel Gajate Parrón forma parte de la historia de la Plaza Vieja y su entorno desde que en 1954 montó la carpintería.
Manuel Gajate Parrón forma parte de la historia de la Plaza Vieja y su entorno desde que en 1954 montó la carpintería.
Eduardo de Vicente
18:57 • 26 jun. 2019 / actualizado a las 07:00 • 27 jun. 2019

De la Plaza del Ayuntamiento hacia arriba se llegaba a otra ciudad. Internarse por cualquiera de los callejones que desembocaban en la Plaza del Monte y en los soportales de la Plaza Vieja era como entrar en otra dimensión, volver atrás en el tiempo y descubrir una realidad  que nada tenía que ver con la Almería moderna que empezaba al otro lado de la Puerta de Purchena.



En una de aquellas callejas que trepaban por las cuestas del Cerro de San Cristóbal reinó, durante cuarenta años, el taller de carpintería del maestro Gajate, toda una institución en el oficio y un gran personaje en aquel barrio tan singular. 



El taller daba a dos calles, a la principal que era la calle del Pósito y a otra más pequeña, medio escondida entre las estrecheces de aquel laberinto de piedras, que se llamaba calle Belluga.  En medio de aquel océano de maderas, sierras y serrín, entre cuatro paredes decoradas con almanaques antiguos y fotografías de mujeres en bañador, tenía su refugio el maestro Gajate. 



Cuenta que nació en Roquetas en 1933 y que en los primeros años de la posguerra, cuando él era todavía un niño, su familia se  tuvo que mudar a la capital siguiendo el destino de su padre, que era carabinero de costas. Su afición por la madera le llegó cuando de niño entró de aprendiz en la fábrica de muebles de Enrique Arriola, en el Malecón de la Rambla. Después pasó por el taller que su cuñado Leopoldo tenía en la parte alta del Cerro de San Cristobal, hasta  que a los 21 años de edad decidió que era el momento de hacer la carrera en solitario y montó su propia empresa detrás del ayuntamiento. 



En los años cincuenta, el barrio llegaba desde la calle Antonio Vico hasta la Alcazaba, desde la calle de las Tiendas hasta los pies del Santo. Era un lugar tan saturado de gente que era difícil encontrar una casa vacía y en algunas compartían la vida varias familias como realquilados. Para el que no ha conocido aquella gran manzana es difícil imaginar de qué forma se mezclaba la vida en cada una de sus calles, con cuánta variedad y con qué naturalidad compartían la misma acera las casas que llamaban ‘decentes’ con las otras donde se ejercía de tapadillo la prostitución, aunque fuera un secreto a voces. El carpintero podía haber escrito un libro con los nombres y los apodos de todas las mujeres que se buscaban la vida sentadas en la puerta de sus casas: La Nati, la Sevillana, la Antoñita que se fue a Barcelona a hacer las Américas, la Conejito, la Enterraora, Maruja la China, la Amparo, las hermanas Luisa y Lola que eran de Almería y venían de buena familia, la famosa Manca que llevaba en la mano la cicatriz de la guerra.






El maestro Gajate tuvo que trabajar duro para sobrevivir en una profesión donde había una competencia importante. En la misma calle del Pósito estaba la carpintería de Luis Ramos y en la calle de Covadonga, el negocio de los Carriques. Más abajo, metido en los soportales de la Plaza Vieja, aparecía el taller de Tomás Magán, que también tenía su prestigio.



El maestro Gajate recuerda que eran años de mucho trabajo porque la gente no tiraba los muebles: si a alguien se le rompía una silla se la llevaba al carpintero para que la dejara nueva; si un cajón se torcía allí estaba el carpintero para enderezarlo. Además, contaba con los encargos frecuentes de acreditadas fábricas de muebles de la ciudad como eran en aquel tiempo ‘La Valenciana’, ‘París Madrid’ y ‘Ruiz Collado’. 


Como ocurría en los comercios, los artesanos tenían que convivir también con el trabajo ‘fiao’, sobre todo él que vivía en un barrio donde abundaba la gente humilde. “Manuel, a ver si me puede usted arreglar el sofá y ya se lo iré pagando poco a poco”, le decían, y como formaba parte del barrio en aquella atmósfera de vida vecinal, no tenía más remedio que echarle una mano al cliente, que le pagaría la reforma cuando tuviera dinero.


Manuel Gajate sabía que su taller era mucho más que una carpintería porque por allí pasaba toda la vida del barrio. A veces, cuando a una vecina se le iba la luz, recurría al carpintero para que le  echara una mano. Si el cartero pasaba y no encontraba el destinatario, dejaba el aviso en la carpintería y todo arreglado.



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