La Mesa del Ferrocarril convocó el jueves a los ciudadanos para que salieran a la calle a pedir un tren digno que nos saque del aislamiento y de ese pelotón de cola en el que seguimos estando en el contexto de las comunicaciones. Tan alto anhelo merecía una respuesta masiva, pero la gente no respondió y según los periódicos, fueron un centenar y algunos más los que secundaron la protesta.
La escasa movilización saca a la luz de nuevo la desidia histórica de los almerienses a la hora de batallar por su tierra. Esos miles de ciudadanos que se vuelcan por calles, plazas y bares para celebrar las noches en blanco y en negro alentados por la fiesta, la cerveza y la tapa; esos mismos almerienses que cuando llega la Feria hacen colas interminables bajo el sol para recibir la limosna de un humilde abanico, prefieren quedarse en su casa cuando se trata de reivindicar una aspiración común.
La pereza a salir a la calle a protestar es un mal endémico en esta tierra, un problema genético que se ha venido repitiendo a lo largo de la historia. El único periodo de tiempo en que hubo más movilización por los problemas sociales, fue durante la época de la Transición, aunque también costaba mucho sacar al personal de los cuartos de estar y del sofá. Todos recordamos aquel eslogan que se repetía en todas las manifestaciones por el Paseo, cuando los participantes entonaban la frase: “No nos mires, únete”, porque eran muchos más los que miraban desde la acera como si estuvieran viendo pasar una procesión, que los que tomaban partido hasta mancharse.
Manifestación masiva
La primera manifestación masiva que conocimos en Almería, organizada casi de forma espontánea en poco más de un día, fue la de junio de 1976, recién muerto Franco, cuando media ciudad se echó a la calle pidiendo justicia para su equipo de fútbol que acababa de ser eliminado de la promoción de ascenso a Segunda por una cacicada federativa. Entonces sí se movilizó la gente. Daba gusto ver el Paseo lleno, con cientos de banderas rojiblancas y aquellas pancartas que parecían escritas por algún poeta donde se podían leer mensajes tan directos como el de “Porta a la horca”.
Grandes y mayores, mujeres y hombres, empleados de banco y barrenderos, maestros y albañiles, se dieron la mano aquellos días creyendo que su grito iba a ser escuchado más allá de la Puerta de Purchena. Los municipales y los miembros de la policía armada, se limitaban a seguir a los manifestantes para que no hubiera peleas ni disturbios, pero sin meterse con nadie cuando se escuchaban los gritos que decían: El Porta, el Porta, es un hijo puta”.
Manifestaciones
Después llegaron las manifestaciones políticas en las que participaban los estudiantes como si asumieran una obligación moral. Hoy sería casi imposible ver a los muchachos y a las muchachas del instituto en la manifestación del ferrocarril o pidiendo agua para la provincia. Bastantes protestas tienen ya los jóvenes con las de sus padres cuando les reniegan por el móvil. Con lo felices que están en la playa bañándose, jugando al voley, poniéndose morenos o debajo de una sombra, unos frente a otros, con los sentidos puestos en la pantalla del móvil sin decirse nada entre ellos. Para manifestaciones que están los pobres.
Aquel invierno de 1976, en el que acabábamos de enfilar la primera curva de la Transición, vimos a los jóvenes comprometerse sin reservas en las primeras manifestaciones no autorizadas, aquellas que empezaban por sorpresa en las aceras del Paseo, cuando un grupo de caminantes, que parecían pasear sin ninguna pretensión, empezaban de pronto a gritar: “Libertad, libertad”, provocando la intervención de la Policía Armada.
El 10 de febrero más de doscientos jóvenes del Colegio Universitario, arropados por estudiantes de los institutos, salieron en manifestación por el Paseo, en protesta por la suspensión de un recitar del cantante Luis Pastor, que había sido programado en el salón de actos del Colegio Universitario. “Los manifestantes discurrieron ante la no poca indignación de muchas de las personas que ocupaban los salones de las cafeterías. Pudimos constatar que esta indignación provenía del comportamiento de los estudiantes, que levantaban el puño y lanzaban gritos subversivos”, contaba el periódico al día siguiente.
Cuarenta y tres años más tarde de toda aquella efervescencia social las manifestaciones populares multitudinarias son un recuerdo de aquel tiempo y un fenómeno casi imposible de repetir. Nos podrían quitar la Alcazaba y llevársela a Málaga, nos podrían dejar sin nuestro querido barco de Melilla o cerrar el aeropuerto en verano, que no serían más de cien o doscientos los atrevidos que desafiando la pereza vocacional de esta tierra se atreverían a ponerse debajo de una pancarta y cruzar el Paseo a grito limpio ante la mirada del pueblo soberano.
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