El nombre te imponía un respeto: Don Perfecto, lo mismo que ese acento de castellano puro que a los niños de barrio de Almería nos sonaba tan lejano como si fuera extranjero.
Tenía los ojos claros y el pelo rubio y caminaba con una mano metida en el bolsillo como si quisiera esconder algún secreto. Ese preciado botín que llevaba dentro del pantalón era la llave de la puerta principal de la Catedral, una de aquellas llaves de hierro rotundas que medían un palmo y pesaban medio kilo. Una parte de la historia de la Catedral se resumía en aquella llave maestra que seguramente había ido pasando de sacristán en sacristán a lo largo de décadas y quien sabe si de siglos, pues según contaba el propio don Perfecto, la cerradura del templo era tan antigua como la propia puerta.
Don Perfecto Martínez era el sacristán desde 1962, cuando se vino de su tierra, Guadalajara, siguiendo los pasos de su hijo Julián, que acababa de ganar en unas oposiciones la plaza de Beneficiado de la Catedral de Almería. Gracias al hijo consiguió la plaza de sacristán que le iba a proporcionar un trabajo para estar ocupado todo el día y un pequeño sueldo de ochenta pesetas al mes para aportarlo a la economía familiar. Era poco dinero, una miseria, pero de vez en cuando, en alguna celebración importante como podía ser una boda o un bautizo, siempre aparecía una mano generosa que le dejaba el regalo inesperado de una propina. En alguna ocasión, cuando aparecía por el templo un grupo de turistas, un acontecimiento que solo ocurría muy de vez en cuando, el sacristán se prestaba para hacer de guía y a cambio se llevaba unas monedas de más a su casa.
Por Navidad, el canónigo lectoral del templo, don Lucas Ramos, lo convocaba en una de las estancias interiores de la sacristía y le entregaba solemnemente un sobre con doscientas pesetas de aguinaldo.
Don Perfecto vivía en el piso alto de una casa noble de la calle Arráez, encima de la clase del maestro don Jacinto, un aula del colegio Diego Ventaja que tuvo que buscar refugio en otro emplazamiento por falta de espacio. El sacristán compartía la vivienda con la señora Ángeles Herranz, con la que se había casado en segundas nupcias, y con su hijo sacerdote. La casa del sacristán era de las más madrugadoras del barrio. A las seis de la mañana, cuando pasaba el barrendero, ya estaba encendida la luz del comedor. Don Perfecto estaba obligado a madrugar todos los días porque en aquel tiempo tenía que estar a las siete en la Catedral para preparar la primera misa del día. Su jornada laboral era de siete a doce de la mañana y de cinco a ocho de la tarde, sin contar el trabajo intenso de los domingos y festivos cuando se llegaban a oficiar siete misas por la mañana y una por la tarde en la Catedral, y otras dos en la parroquia del Sagrario, en la que también estaba involucrado el bueno de don Perfecto por estar dentro del mismo edificio.
Al contrario de lo que ocurre ahora, las misas de antes se contaban por llenos, sobre todo en los días señalados, lo que obligaba al sacristán a tener que trabajar más de la cuenta ya que tenía que sacar sillas y colocarlas cuando se llenaban los bancos y después quedarse para recogerlas.
Para los niños del barrio, el sacristán era el dueño de la Catedral porque tenía la llave mayor y porque se pasaba la vida vigilando para que no profanáramos sus capillas. Como nos pasábamos los días en la calle, cuando nos cansábamos de los juegos tradicionales buscábamos en el interior del templo el placer de las aventuras diferentes. Una de ellas era penetrar por la puerta prohibida de la torre y subir por las viejas escaleras de caracol hasta coronar el campanario. Esta escaramuza había que hacerla saltándose las reglas y esquivando la vigilancia de don Perfecto, que siempre estaba al acecho.
Por Semana Santa los niños buscábamos el recogimiento y la libertad del jardín del claustro para jugar al escondite entre la vegetación o para hacer ensayos de procesiones con alguno de los tronos viejos que entonces se guardaban bajo los soportales.
Cuando don Perfecto se enfadaba, cuando conseguíamos sacarlo de sus casillas, que era casi todos los días, el sacristán se convertía en el sheriff del condado y desenfundaba con la velocidad del rayo la vieja llave de hierro que llevaba en el bolsillo para atravesarnos la barriga con un disparo inocente. Al final acababa echándonos del templo a patadas, pero no tardaba en volver a perseguirnos cuando un rato después alguna feligresa se quejaba de que los niños, los mismos de siempre, estaban jugando en la puerta a darle balonazos a las beatas. Cuando salía a buscarnos su rostro, de un blanco inmaculado, se llenaba de sangre y con los ojos encendidos nos recordaba, con su castellano perfecto, que éramos unos auténticos hijos de satanás.
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Eduardo de Vicente