Los jóvenes de la posguerra conservaban todavía la costumbre de andar y en los pueblos más cercanos a la capital, sobre todo en la zona del Bajo Andarax, existía el entretenimiento de juntarse en grupo y venir andando hasta a Almería. Mi padre me contaba que en su pueblo, Pechina, los muchachos, cuando ya estaban aburridos de jugar al frontón en la pared de la iglesia echaban a andar por las ramblas y los caminos y cuando llegaban a la Puerta de Purchena bebían agua en el cañillo, se daban media vuelta y otra vez para el pueblo.
Durante mucho tiempo, sobre todo en los años de la posguerra, se pusieron de moda las excursiones en bicicleta para todos aquellos que podían permitirse el lujo de tener una bicicleta para pasear. La carretera del Cañarete que iba hacia Aguadulce y los caminos que iban a Murcia y a los pueblos del río, se llenaban de jóvenes que unas veces por placer y otras por deporte atravesaban aquellos senderos sobre dos ruedas.
Para ellos era un gran acontecimiento. Algo tan simple hoy día como ir en bici adquiría en aquel tiempo el carácter de extraordinario, tanto para los aventureros ciclistas como para los habitantes de los pueblos que iban a visitar. Cada vez que en Almería se organizaba una humilde carrera en cada pueblo que llegaba se montaba una fiesta multitudinaria en la que no faltaban las autoridades políticas, el cabo de la Guardia Civil y el cura de la parroquia que mediaba con el Todopoderoso para que velara por la integridad de los corredores. Allí iban los ciclistas dispuestos a vivir una gran aventura por aquellos caminos que en muchos casos eran senderos de tierra donde la posibilidad de sufrir un pinchazo era una realidad constante. Cuando alguien se pinchaba tenía que hacer de mecánico y cambiar la cámara averiada por la de respuesto que los propios ciclistas llevaban cruzada sobre su cuerpo como si formara parte de la indumentaria.
Podían atravesar kilómetros enteros sin cruzarse con un coche, lo que acentuaba esa sensación de soledad y de aislamiento que entonces tenían las carreteras de la provincia. Cuando pasaban por una cortijá los vecinos se asomaban a las puertas de las casas a ver pasar las bicicletas con la misma emoción del que espera a un forastero. Cuántas veces, los ciclistas se bajaban del sillín y se paraban un rato para hablar con la gente, descansar y beber un poco de agua.
La bicicleta reinaba por encima de los coches y de las motos, que eran vehículos de lujo para personas con posibilidades económicas. En cada casa había una bicicleta, que durante la semana se utilizaba para ir a trabajar y los domingos se convertía en un vehículo de paseo. Los muchachos que trabajaban en los bancos iban en bici haciendo cobros y llevando facturas y hasta los practicantes tenían su bici para los desplazamientos más lejanos.
Había lecheros que repartían en bicicleta, tenderos que iban a la alhóndiga con una bici que tiraba de un remolque donde llevaban el género; había panaderos que usaban la bicicleta para repartir, y la mayoría de los obreros a la hora de desplazarse a su trabajo, montaban en bici con su pantalón bien recogido un palmo por encima del tobillo para que no se le manchara de grasa.
En todos los barrios había un pequeño taller dedicado exclusivamente al arreglo de bicicletas. En aquellos talleres cercanos siempre había un bombín grasiento de los que se sujetaban con los pies para darle aire a las ruedas. “Maestro, le puedo dar viento a la bicicleta”, era una frase muy común. En aquellos talleres de barrio siempre olía a humedad, a gasolina, a la grasa que lo impregnaba todo como una niebla oscura que acababa posándose hasta en los viejos almanaques que se quedan colgados de las paredes durante décadas.
El uso de la bicicleta estaba tan generalizado que el impuesto que se cobraba por tenerlas era uno de los más importantes que se recaudaban. En 1956, llegaron las nuevas tarifas de algunos arbitrios concedidos a las corporaciones locales, figurando entre ellas la correspondiente a la posesión de velocípedos. La sorpresa fue que el impuesto se elevó considerablemente, pasando de doce a cincuenta pesetas; las bicis estaban gravadas además con la cuota de rodaje o arrastre por vías municipales, que era de quince pesetas, y por la placa o patente, por la que había que pagar cinco. Sumando las tres tasas, la cuota anual por tener una bicicleta ascendía a setenta pesetas. El entonces alcalde de la ciudad, don Emilio Pérez Manzuco, estimó que teniendo en cuenta que esta subida dañaba la economía de los muchos trabajadores de la ciudad que utilizaban la bici como elemento de trabajo “indispensable para ir a los centros donde prestan sus servicios”, decidió reducir la tarifa a la mitad y dejarla en siete duros anuales.
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Eduardo de Vicente