Un grupo de once hombres y mujeres se reunió este último viernes al mediodía en la Rambla, a la altura de busto del Barón de Coubertin. Bajo un sol africano, aliviados solo por las ramas de un abedul, qué hacían esos tipos allí con pinta de turistas, torrándose a fuego lento. Leyeron un escrito en francés, depositaron un ramo de flores en la jardinera y se fueron como vinieron, tras besarse las mejillas y abrazarse con la ternura de los que conservan la huella de un sufrimiento compartido: hace ahora 57 años, a esos mismos hombres y mujeres, de genes almerienses y acento gabacho, les truncaron la vida en la otra orilla del Mediterráneo, en uno de los episodios más crueles y más injustamente silenciados que han padecido almerienses como nosotros.
Ocurrió el 5 de julio de 1962 –tal día como el del pasado viernes al sol de la Rambla- cuando una manifestación árabe que celebraba la independencia argelina de Francia acabó en una ‘caza al europeo’ por las calles de Orán, una ciudad en la que entonces había casi tantos almerienses y descendientes como en la propia Almería. Entre las 11 y las 17 horas de ese día, el Frente de Liberación Nacional argelino ejecutó a dos mil europeos, entre ellos –nunca se llegó a cuantificar porque a nadie le interesaba- a cientos de paisanos de sangre de la vieja Bayyana.
Orán era la única ciudad africana donde había más residentes europeos que africanos en una urbe de 450.000 habitantes en esa fecha. El 80% de esos europeos eran españoles, y de éstos, la mitad eran oriundos de Almería. Habían ido llegando en aluvión durante cerca de un siglo. Primero como jornaleros a recolectar esparto a los atochares. Después como artesanos y comerciantes que también emigraban a una tierra más próspera ante las diferentes crisis de la minería y de la uva. Y por último, los huidos de la Guerra Civil, aquellos republicanos perdedores que salieron por cientos en barcos desde Alicante a Orán en marzo del 39 para evitar una condena segura.
Nadie movió un dedo por ellos, por toda esa argamasa humana de genes almerienses que pereció durante esa luctuosa jornada. Y tampoco por los que escaparon de la muerte en el último suspiro agarrando un avión o un barco rumbo a Marsella o a Alicante, mientras los fanáticos argelinos les daban a elegir entre “la valise o la cercueil” (la maleta o el féretro). Fueron denominados desde entonces como Pies Negros (Pieds Noirs), apestados apátridas que ya nadie quería en su territorio. Aún recuerdan ese día aciago, con pena en la mirada, Angel Ibáñez, hijo de un alpargatero roquetero y José Hernández, nieto de un espartero almeriense: “Columnas del Frente árabe bajaron a la ciudad con escopetas y con sables y empezaron a sacar a gente de sus casas en nuestro barrio de La Marina, hombres, mujeres y niños, como en las películas que hemos visto de nazis y judíos, iban pegando tiros a unos y a otros los ahogaban en el lago Sebkha y les echaban cal encima para no dejar huella, eran almerienses e hijos de almerienses que morían por nada, nadie ha pedido perdón nunca por ello”.
Y nunca en su tierra de origen se les ha rendido un homenaje ni un simple recuerdo a estos cientos de civiles almerienses e hijos de almerienses que murieron acribillados a solo una lengua de agua de la Puerta Purchena.
Argelia, tras un pasado español y otomano, fue conquistada por los franceses en 1830 quienes principiaron a colonizar esas tierras con un mosaico de nacionalidades, principalmente españoles de Almería y de Alicante. Los almerienses se avecindaron sobre todo en Orán, donde crearon una amplia colonia. Allí vivían familias enteras apellidadas Berenguel o Martínez o Vargas, o Cervantes y allí fueron prosperando oriundos de la capital, Pulpí, Tabernas, Roquetas, Mojácar, Carboneras, de Adra y sobre todo de Alhama. Eran barberos, charcuteros, panaderos, electricistas, mecánicos o tenían un hotel, como los Díaz de Tabernas, familia de los del Molino de los Díaz.
Allí, esos almerienses de la diáspora hacían su vida, tenían su equipo de fútbol, su club de boxeo, su salón de baile -El Continental- donde hacían sonar una gramola, su lavadero, su Plaza de la Perla y hasta su Virgen de Santa Cruz. Y también conservaban sus motes almerienses –el Picaporte, el Matalauva, el Caraluna, el Jabegote-y el acento almeriense cantarín mezclado con el francés y la costumbre de sacar las sillas a la puerta en las noches de verano y la de reunirse los domingos para comerse unas migas. Toda esa vida sencilla y plácida empezó a esfumarse a partir de 1954 cuando una parte de la población árabe empezó a radicalizarse y a cometer atentados sangrientos, con toque de queda a las diez de la noche, con bombas en autobuses, en bares y restaurantes. De Gaulle les hizo frente pero después cedió y en 1962 se firmó el Acuerdo de Evian que concedía la independencia a Argelia bajo la presidencia de Ben Bella y se ordenó el alto el fuego.
Pero ese fatídico día del 5 de julio, los independentistas se tomaron la justicia por su mano para neutralizar lo que creían que habían sido décadas de opresión bajo el yugo extranjero y se cebaron en los más pobres, en los más indefensos, en aquellos almerienses e hijos de almerienses que a lo único que aspiraban era a tener un rato la tarde de los domingos para bailar pasodobles y escuchar en la radio a Juanito Valderrama.
De los miles de almerienses que escaparon de ese infierno, unos se establecieron en Francia, donde se les aprobó una pensión, aunque fueron menospreciado e insultados ‘Al agua con los pieds-noirs! y otros volvieron a sus pueblos de Almería donde rehicieron su vida de la mejor posible. Hoy, parte de ese grupo de sansculottes oraneses se reúne cada 5 de julio en la Rambla para no olvidar nunca a los que perecieron en la matanza.
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