En mi casa cuando había que referirse a alguien que no tenía ocupación alguna y que vivía sin oficio ni beneficio, se decía que “trabaja en el alambre”. Muchos años después de escuchar por primera vez aquel comentario que tanto repetían mis padres, descubrí que estaban equivocados, que había gente que podía trabajar en el alambre y ganarse el pan; fue el día que apareció el primer hippie en el Paseo inventando muñecos y bicicletas de alambre y haciendo pulseras de cuero para los que queríamos ser jipis.
Manolo Morales Granados, el último hippie que sigue ejerciendo a rajatabla la ideología y vendiendo ropa en un puesto ambulante del Paseo, también llegó a trabajar en el alambre cuando en los años ochenta entendió que su destino no estaba en un despacho trabajando ocho horas diarias y aguantando los malos humores de un jefe o las ocurrencias del pelotas de turno. Prefería la aventura de la vida, la búsqueda diaria del sustento, el precio que había que pagar por seguir sintiéndose tan libre como aquellos otros jipis que vinieron de Sudamérica a Almería a mostrarnos su oficio y su manera de entender el mundo.
Haciendo un repaso por lo que ha sido su vida, me cuenta que nació en el sanatorio del 18 de Julio, el 26 de diciembre de 1962. “Un buen año”, le digo, y él me contesta: “Sí, sobre todo porque hubo una cosecha muy buena de vino, lo malo es que yo acababa de nacer y no me dejaron probarlo”.
Un instante de conversación con Manolo es una inyección de adrenalina, un chute de buen humor. Cada frase que pronuncia puede terminar en una ocurrencia, en un chascarrillo, en una carcajada. Es su forma de enfrentarse a la vida. Su puesto de ropa es una bandera al optimismo, un barco por el que nunca pasan los temporales y si llega un día y todo le sale mal, no vende un pañuelo o caen piedras del cielo, se sienta en su banqueta, enciende un cigarro, se bebe una lata de cerveza, le sacude el polvo al escudo de la camiseta del Atlético de Madrid que siempre lleva puesta y con una sonrisa le dice: “Manque pierda”.
Ese buen humor no es fingido, sino una vena que le recorre todo el cuerpo desde la cabeza a los pies, un manantial que lo mantiene joven aunque ya no lo sea tanto. “Yo le digo al que me pregunta que tengo dos edades: la de mi carnet de identidad y la de mi cuerpo, que es 56 años, y otra la de mi espíritu, que no pasa de los 25”, asegura.
Tenía un reloj que se le paró hace un cuarto de siglo y aunque el espejo se empeñe en llevarle la contraria, él se pone a rodar todas las mañanas con las esperanzas y los sentimientos de un adolescente. “Es una fuerza interior que me hace sentirme joven. Es la mejor forma de evitar la depresión”, subraya.
Este optimismo se lo transmite a los clientes que se acercan a su puesto. Es algo tan contagioso que a veces tiene más feligreses que clientes, amigos y conocidos que se sientan un rato a la sombra buscando conversación.
Mientras que hablábamos de la vida y de lo mal que está la profesión de periodista, Manolo me contó una historia que le ocurrió hace años cuando un locutor de la Cadena Ser que cubría la Feria del Paseo se le acercó a preguntarle que cómo llevaba la Feria. El vendedor, con gesto serio y media sonrisa, le dijo: “La Feria está en la Avenida del Mediterráneo, yo estoy en la periferia”.
Si alguien le pregunta que cómo van las ventas, él le dice, “uff, eso está en Madrid”, y si un amigo le pide que le cuente el último chiste, él le habla de un chino que entró en las oficinas del INEM y cuando el funcionario le preguntó qué quería, el chino le dijo: “Pasaba por aquí, vi tanta gente que me gustaría hablar con el dueño para comprarle el negocio”.
El otro día se le acerco una señora a preguntarle por un pañuelo para ir a una boda y cuando le dijo el precio, la mujer le respondió que era muy caro para usarlo después un día. Manolo le contesto con su ironía característica: “Peor lo lleva la novia, que se gasta el sueldo de un mes en un vestido que utiliza dos horas”.
Manolo Morales Granados es un jipi sin dobleces. Todas las mañanas, nunca antes de las diez, como manda la biblia de los jipis, empieza a montar su tienda ambulante. Conserva la risa que tenía de niño, a la que no puede renunciar porque no sabría vivir sin ella; conserva la camiseta del Atlético de Madrid a la que renuncia casi todos los domingos varias veces para volver a ponérsela al lunes siguiente; conserva el pelo largo, la barba de dos días y la perilla de bohemio; conserva los amigos de toda la vida que acuden al calor de la cerveza y aquel viejo reloj de pulsera al que se le rompió la aguja el día que descubrió que la juventud empezaba a ponerle los cuernos con su mejor amigo.
El alma de los jipis Manolo lleva la esencia de los jipis antiguos, aquellos que a finales de los setenta instalaron sus tenderetes en el Paseo. Llevaban impregnado el perfume de un tiempo, con esa estética de jipis y aventureros, con largas melenas, pantalones vaqueros desgastados, camisas abiertas y muñecas adornadas con pulseras de cuero. Tenían el atractivo del que trae varios mundos a cuestas y enarbolaban la bandera de la libertad.
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