La biblioteca tenía una luminosa y acogedora sala de lectura con los balcones asomándose al Paseo. Contaba con pupitres corridos de madera y con unas sillas tan incómodas que cuando después de una hora te levantabas del asiento para salir te llevas el respaldo marcado en el cuerpo.
Desde que cruzabas la puerta del edificio y empezabas a subir la escaleras de mármol un olor denso a libro viejo se te iba colando hasta el alma como una invitación a la lectura. Aquel perfume se mezclaba con el de las bolas de naftalina que dentro de las estanterías velaban por la integridad de los libros.
La sala tenía ambientes distintos según la hora del día. Por las mañanas se llenaba de esa luz rotunda de las primeras horas del día, cuando el sol se proyectaba en las cristaleras de los balcones e inundaba la sala de vida. Las mañanas eran tranquilas, contagiadas por esa parsimonia que tenían los jubilados cuando se ponían a leer el periódico. No se formaban colas delante de la ventanilla ni en los archivadores donde se guardaban las tarjetas de referencia de cada obra.
Por las tardes, el ambiente se renovaba con un torrente de gente joven que buscaba en la biblioteca el silencio que seguramente no encontraba en sus casas. A los niños nos gustaba mucho ir a la biblioteca porque nos permitía salir de la casa con el consentimiento de nuestras madres, porque se suponía que íbamos a estudiar, y porque nos permitía poder leer gratis los tebeos de lujo de Asterix y de Mortadelo y Filemón. LLegábamos con la libreta del colegio dispuestos a repasar la lección o a hacer un trabajo en grupo, y al final casi siempre terminábamos refugiándonos en las aventuras de nuestros héroes favoritos.
Fue por el año 1975, unos meses antes de la muerte de Franco, cuando corrió el rumor de que en la biblioteca Villaespesa había un libro erótico, algo así como una enciclopedia sexual que dentro encerraba tesoros tan lejanos para nuestros ojos como el de los cuerpos desnudos.
La presencia de aquel libro prohibido fue un estímulo más para abandonar la calle después del colegio y meternos en la biblioteca. Una tarde tras otra íbamos los niños del barrio con nuestra libreta debajo del brazo y nuestro bolígrafo Bic, fingiendo cara de estudiantes. Recuerdo la extrañeza de mi madre cuando de pronto me olvidé de la pelota y me agarré a los libros. “Ahora le ha dado por estudiar”, le dijo una noche a mi padre mientras cenábamos.
Con qué emoción subíamos las escaleras sin hacer demasiado ruido para parecer más adultos y con qué miedo buscábamos en el archivador la referencia del Libro de la Vida Sexual del doctor López Ibor. Hubiéramos querido tener dieciocho años de pronto, habernos hecho mayores de edad para enfrentarnos sin riesgos a esa dura frontera que formaba el cuerpo de bedeles de la biblioteca, que entonces estaba compuesto por guardias civiles retirados que parecían haber nacido enfadados y con cierta animadversión a los niños pedigüeños que los hacían trabajar más de la cuenta.
Rellenábamos la ficha, seguros de haber puesto correctamente la signatura y el número de referencia para evitar una confusión y que en vez de la enciclopedia del sexo nos trajeran los pensamientos inmaculados de Escrivá de Balaguer o la mística de Santo Tomás de Aquino.
Aquel libro tan deseado se nos iba resistiendo, unas veces porque estaba ocupado y otras porque el funcionario nos pasaba revista con la mirada y nos decía tajantemente aquella frase tan temida de “no tenéis edad para estas lecturas”.
Por fin, una tarde, convencimos a un vecino mayor que nosotros, que con la barba crecida y la mayoría de edad plasmada en el carnet de identidad, se prestó a venir con nosotros a la biblioteca y pedir el Libro de la Vida Sexual. Para disimular, el resto de la comitiva nos pedimos dos historietas de Tintín y nos sentamos en la sala a esperar la llegada del botín. El libro del deseo era tan grande que pensamos que allí estaban resumidos todos los cuerpos desnudos con los que habíamos soñado noche tras noche. Página a página lo fuimos repasando sin encontrar ni rastro de lo imaginado. Aquello era ciencia y lo nuestro, según el bedel, era “mucha indecencia”.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/175047/la-biblioteca-y-el-libro-de-la-vida-sexual