En la antigua casa del granero, de la plaza del mismo nombre, vivió la señora Faustina, una de las pocas mujeres que tenían un trabajo fijo hace medio siglo. Era empleada de Telefónica y tal vez el ganarse su propio sueldo, el tener vida fuera de su casa, le fue moldeando el carácter y la hizo distinta, una de aquellas mujeres adelantadas a su tiempo, con otra mentalidad, como se decía entonces.
La casa de Faustina era un espectáculo. Formaba parte del gran edificio del viejo granero con fachadas a los cuatro puntos cardinales. Ella habitaba el segundo piso, la vivienda que tenía cuatro balcones a la calle de la Escusada y dos ventanas a la antigua calle Eusebio Arrieta, hoy dedicada al poeta José Ángel Valente. Compartía el piso con su madre, la señora Remedios, aunque siempre tenía algún invitado.
Era una vivienda llena de luz por donde el sol entraba como un cañón desde que amanecía hasta que llegaba la tarde. Tenía los techos altos cubiertos con vigas de madera y viejas paredes de piedra, blancas como la leche, que estaban decoradas con grandes cuadros de barcos de vela que recordaban antiguos viajes. Los suelos, de losa hidráulica, componían espléndidos dibujos que te llamaban la atención nada más entrar.
La habitación más importante era el cuarto de estar donde la familia hacía la vida a diario. Era un nido, un rincón que te invitaba a pasar y a quedarte, con ese aire antiguo de los viejos salones donde flotaba en el ambiente el poso de varias generaciones. En el cuarto de estar destacaba una alfombra vivida que hacía más acogedor el espacio, con una mesa de camilla en el centro y debajo un brasero que calentaba las largas noches de invierno. La habitación se completaba con un mueble majestuoso adornado con un jarrón en el que nunca faltaba un ramo de flores frescas, un sofá, dos grandes sillones y las sillas que fueran precisas para recibir a las visitas.
La casa de la señora Faustina era una casa de visitas que llegó a convertirse en un pequeño ateneo de la vida vecinal de todo un barrio. Las puertas siempre estaban abiertas a amigos, familiares y conocidos y era rara la tarde que no terminaba en tertulia. Por allí pasaba la señora Rosario, que aquejada de diabetes y de soledad buscaba el alimento de la conversación; por allí pasaba Teodoro, que siempre llegaba contando sus largos paseos de jubilado, mientras su mujer recordaba una y otra vez lo mucho que disfrutó en el carnaval de 1924.
De vez en cuando aparecía por la casa la prima Adelaida, que tanto le temía a la humedad, marcada como estaba por el maldito reuma que la había obligado a ponerse en las manos de un acupuntor. En esa colmena que era el cuarto de estar también tenían su sitio las sobrinas y los sobrinos, la mayor que siempre llevaba el último disco de Marisol debajo del brazo y las menores que con tanto recato se acomodaban en el sofá.
Faustina vivió rodeada de gente, lo que le sirvió para olvidar la tragedia que supuso en su vida la muerte de su esposo en un accidente de tráfico. Fue en los años cincuenta, con una moto. Él, que era militar, tenía la vocación de la caza. Para poder desplazarse con mayor libertad se compró una moto, sin atender las recomendaciones de su esposa, que siempre estaba temiendo lo peor.
Tras la muerte del marido la casa se llenó con los familiares, con los vecinos y con los trece pájaros que en las jaulas de los balcones se pasaban el día cantando, unas veces anunciando la lluvia y otras contándose sus nostalgias de primavera. Tenía también dos gatos que en las tardes de tertulia dormitaban en la alfombra, acurrucados entre las piernas de las mujeres.
La casa de Faustina tenía los dioses de cara. Las visitas, cuando entraban, notaban una sensación especial, allí había luz, alegría, quietud, equilibrio, el alma de la dueña.
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