Fue el Obispo don Alfonso Ródenas el que impulsó el proyecto de sacar la fe de los rígidos muros del Seminario y de la sombra de los templos para airearla en los meses de verano. Aprovechando unos terrenos privilegiados que la Iglesia había adquirido en la playa de Aguadulce, el prelado puso en marca la construcción del llamado ‘Seminario de Verano Reina y Señora’.
En una época delicada, con las penurias de la posguerra todavía presentes, parecía arriesgado conseguir el dinero que se necesitaba para hacer un edificio destinado a la fe y al ocio cuando la batalla diaria de la Iglesia estaba centrada en poder tener un nuevo Seminario que sustituyera al viejo caserón de la Plaza de la Catedral.
Parecía un atrevimiento, pensar en un recinto de veraneo, pero el señor obispo puso todo su empeño en conseguirlo y no descansó hasta que el último día del mes de mayo de 1955, él mismo colocó la primera piedra del nuevo edificio que había proyectado el prestigioso arquitecto don Guillermo Langle.
Tras dos años de obras, donde no faltaron los problemas cada vez que no llegaba el dinero, por fin, en la primavera de 1957 fue inaugurado el Seminario de Verano de Aguadulce, en un acto solemne en el que estuvo presente nada más y nada menos que monseñor Antoniutti, el nuncio de su santidad, el Papa de Roma. En aquel tiempo, que un cargo de tanta importancia en la pirámide eclesiástica viniera a Almería era como si nos visitara una estrella de cine o un cantante famoso.
Aquél día, el obispo explicó que el edificio frente al mar estaría dedicado al descanso, “pero un descanso no solo para el cuerpo, sino para la elevación del alma”, aseguró, pensando en esos pobres seminaristas que acababan cada curso con tan mala cara, por tantas horas de flexo, que parecía como si hubieran salido de una enfermedad.
La casa de la playa de Aguadulce era el mejor remedio contra la palidez de la cara y del alma. A pocos metros de aquel mar casi virgen, con un buen comedor y buenas cocineras, con un dormitorio provisto de literas modernas y espacios ventilados, con grandes árboles y sus correspondientes sombras, el recién inaugurado Seminario de Verano fue para los jóvenes seminaristas una prueba irrefutable de que Dios existía y no solo en los libros.
El centro comenzó a funcionar en ese mismo verano de 1957. Llegaban tandas de seminaristas de Almería y de las provincias cercanas a pasar periodos de cuatro semanas, dedicados al perfeccionamiento y al descanso. Ese perfeccionamiento del que hablaban los curas se refería al espiritual, pero a decir verdad cuando después de los veinticinco días reglamentarios los muchachos abandonaban el retiro y regresaban a sus casas llevaban la perfección plasmada en la cara después de haberse empapado de mar, de sol y de buenos alimentos. El complejo espiritual de Aguadulce creció en 1962 cuando se construyó en sus terrenos la Casa Diocesana de Ejercicios ‘Máter Salvatoris’, con cuarenta y cuatro habitaciones más para internos. Todo aquel entramado de la Iglesia funcionó a toda máquina cada verano, hasta en los complicados años setenta, cuando empezaron a escasear las vocaciones.
La primera semana, la casa de Aguadulce se llenaba de niños, que recibían las instrucciones morales de los sacerdotes y pasaban unos días conviviendo con la naturaleza, que como se decía entonces, era el reino de Dios. Entre juegos, consejos y lecciones de urbanidad, siempre había un resquicio para que el cura les colocara el sermón más oportuno.
Cuando terminaban los niños, empezaban los ejercicios espirituales para las mujeres, que eran mucho más profundos y complicados, pues no era fácil en aquella sociedad que empezaba a abrirse a Europa a pasos agigantados y a conocer sus libertades, decirle a las muchachas que tenían que seguir el camino de sus madres para ser mujeres como Dios manda. Había ejercicios espirituales para padres de familia y también para novios que estaban a punto de casarse y necesitaban los consejos del cura.
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