La feria que se nos colaba en las casas

Eduardo de Vicente
07:00 • 06 ago. 2019

Salíamos a la puerta de la casa y olía a feria, como si hubieran regado las calles con toda la tramoya de los feriantes. Abríamos la ventana durante la noche para que el aire nos hiciera más transitable el camino hacia el sueño y escuchábamos el sonido peculiar de la feria, agitándose en un cóctel donde se mezclaba la música con el ruido de las atracciones y las voces artificiales de la tómbola. 



La feria nos invadía, se  colaba en nuestros escenarios cotidianos y durante diez días nos alteraba las costumbres y nos sacaba de la rutina. Uno tenía la sensación entonces de que nos traían la feria al salón de nuestra propia casa y nos pasábamos el día pensando en la feria como también nos pasábamos el verano ahorrando para poder ir a la feria. Íbamos con las alforjas medio vacías, con el dinero justo para subirnos en la noria, tentar la suerte en la tómbola, pescar un pato con premio en el estanque dorado y comernos después un bocadillo de morcilla en los Díaz



Íbamos, sobre todo, a mirar. La feria tenía entonces el sabor de las cosas extraordinarias, de los acontecimientos que sólo podíamos ver cuando llegaba la última semana de agosto y cualquier atracción, por simple que fuera, era para nosotros el mayor espectáculo del mundo. Nos pasábamos las horas muertas mirando como se atropellaban en los coches de choque, donde el chulillo que manejaba el vehículo como un profesional buscaba de forma obsesiva el coche de la guapa para demostrarle su destreza. 



De niño, mi mayor ilusión era ponerme delante de la caseta del tren de la bruja y mirar como los valientes desafiaban la oscuridad del túnel donde la malvada se escondía para atacar con la escoba. Me daba tanto miedo que nunca me subía en aquel pérfido tren con el que después acababa teniendo pesadillas y al que volvía una noche tras otra para seguir llenándome de miedos. 



Era la feria del puerto, del Parque, del Paseo, de la Plaza Vieja, de la Puerta de Purchena y de la Rambla. Una feria sencilla, llena de inocencia, donde no se había perdido aquella pureza de fiesta de pueblo que te iba envolviendo como en una nube de algodón. Teníamos la certeza de que todos estábamos en la feria y que tarde o temprano nos cruzaríamos con la niña que nos gustaba o tal vez con algún familiar que nos cazara haciendo alguna golfería o dándole una calada a un cigarro. La feria era tan pequeña, tan recogida, tan de andar por casa, que todos nos encontrábamos aunque fuera sin querer.  Cuando nos hicimos adolescentes, la feria fue nuestra coartada para llegar tarde a casa por primera vez. Hoy, cualquier muchacho o muchacha de quince o dieciséis años traspasa la barrera de las doce de la noche cada fin de semana sin tener que negociar el horario con sus padres. Antes, sólo nos permitían retrasarnos en momentos especiales como eran los días de feria y siempre que  pudiéramos demostrar que íbamos bien acompañados. Mi primer pantalón largo de verano, que era el signo que marcaba el paso de la infancia a la primera adolescencia, lo estrené en una tarde de feria.



La feria nos revolvía los  cajones del alma, nos trastocaba los relojes y nos llenaba de emociones constantes llenas de estrenos: la primera vez que fuimos al circo y vimos de verdad un león; la tarde en que entramos a ver a la mujer barbuda y descubrimos que nos estaban engañando y aquella noche que nos atrevimos a subirnos a la noria, que entonces era el paradigma del riesgo, cuando sentíamos ese doble vértigo de ver toda la ciudad desde las alturas y tener la sensación de que nos íbamos a caer al mar.



La feria nos dejaba un poso de amargura que empezábamos a sentir el último día, el de la procesión, el de la traca y el modesto toro de fuego que terminaba en la fuente de la Puerta de Purchena. En esa última noche de feria se resumían todas las noches de los domingos de nuestra vida: la misma sensación de soledad, ese vacío por dentro que te quedaba cuando entendías que con la feria se iba el verano y que al día siguiente Almería recuperaría su monotonía provinciana y nosotros tendríamos que empezar a preparar la cartera que ya teníamos olvidada.




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