Para un niño, todos los días de feria eran importante porque la teníamos tan cerca que era como salir al patio de nuestra casa. Sin embargo, yo siempre escuché decir a mi madre que el día más fuerte era el de la batalla de flores porque bajaba la gente de los pueblos.
Mi tía Mariana, que vivía en Pechina, era de las que venían a la ciudad el lunes de feria y ya se quedaba hasta el domingo para salir en la procesión de la Virgen del Mar. Recuerdo la solemnidad que tenía entonces la feria de Almería para todas esas personas que se subían a la camioneta con la sensación de que se iban de viaje. Posiblemente, en aquel tiempo, el hecho de dejar sus pueblos aunque solo fuera por unos días, y aunque el viaje no durará más de media hora, les producía una sensación de aventura similar a la que hoy podemos tener cuando nos montamos en un avión y nos vamos al extranjero. Puedo asegurar que para mí tía Mariana y mi tío Juan, dejar el cortijo de Pechina y venir a Almería era un desarraigo tan grande que al día siguiente de llegar ya estaban contando las horas que les faltaban para el regreso.
La batalla de flores, a finales de los años sesenta, era uno de los grandes acontecimientos no solo de la feria, sino del calendario de celebraciones locales. Si la cabalgata del primer día anunciaba la fiesta, la batalla de flores era la explosión de júbilo total y en cierto modo la máxima expresión en aquel tiempo de que todos íbamos progresando. La batalla de flores tenía una pincelada de lujo callejero. El ayuntamiento decidió durante varios años no escatimar esfuerzos a la hora de programar los festejos y contrató al artista local Robles Cabrera para que se encargara de darle realce a las carrozas. Nunca se hicieron mejores carrozas ni una comparsa de gigantes y cabezudos mejores que las que creó aquel escultor de la calle del Hospital.
La feria era la única semana que Almería tenía para exhibirse y lo hacía sin reservarse nada, poniendo en marcha en la batalla de flores un ejército de carrozas y movilizando a cientos de niñas y de muchachas, que tenían que buscarse alguna recomendación para poder coger un hueco en el carruaje.
Los niños de mi barrio íbamos a la batalla de flores a ver lo guapas que iban vestidas aquellas aprendices de adolescentes que para aquel acto tan importante se pasaban antes por la peluquería, se colgaban los collares de sus madres y se pintaban la cara por primera vez. Tan bien arregladas y subidas en las alturas de los muñecos de cartón piedra, nos parecían mujeres inalcanzables.
Otra costumbre de la chiquillería de entonces era ir a la batalla de flores a ver quién era el que cogía más paquetes de serpentinas, un botín inútil en nuestras manos, pero nos movía ese afán por competir tan propio de la edad. Igual que los niños de ahora batallan por coger caramelos en la cabalgata de Reyes, los de antes nos jugábamos el tipo por un humilde paquete de serpentinas.
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