La gran inundación del once de septiembre de 1891 se fue digiriendo lentamente, a medida que iban llegando las noticias de la catástrofe que había asolado también a casi todos los pueblos de la provincia. Pobre Almería, tan olvidada, tan mal comunicada entre la capital y sus pueblos interiores que tuvieron que pasar varios días para conocer el alcance verdadero de aquella tormenta arrasadora.
El once de septiembre trajo el diluvio universal a la capital, la ruina a muchos comercios que perdieron todos sus enseres, la muerte a muchas familias que marcaron en negro aquella fecha para el resto de sus vidas. La prensa del día siguiente contaba la desgracia de Almería, pero apenas reflejaba la tragedia de tantos pueblos olvidados en los rincones del mapa que se habían quedado enla miseria, barridos por la fuerza de las aguas.
Las noticias de lo ocurrido en los pueblos empezaron a llegar con cuenta gotas casi dos días después de la inundación. Como los caminos habían quedado anegados y algunos hasta borrados del mapa, las diligencias que se encargaban del correo tuvieron que esperar varios días para ponerse en marcha. En esas diligencias empezaron a llegar las cartas que los propios vecinos de los pueblos enviaban a los periódicos contando la tragedia en la que se hallaban envueltos y suplicando las ayudas necesarias de las autoridades.
Uno de los pueblos más activos a la hora de contar sus calamidades fue Albox. Allí, la tormenta descargó durante tres horas interminables sobre la sierra del Saliente. En ese espacio de tiempo el día se tornó noche y era tanta el agua que caía y el ruido de las ramblas arrastrando todo lo que encontraban a su paso, que aquellas escenas parecían ser el prólogo fatídico del fin del mundo. Eran las once de la mañana cuando las nubes oscuras dejaron al pueblo envuelto en tinieblas. En esas tres horas de lluvia torrencial toda la hermosa vega de la localidad, más de setecientas hectáreas, quedó convertida en un barrizal, treinta mil fanegas de maíz destrozadas y todas las cosechas de trigo, además del vino y el aceite.
Multitud de cortijos de la vega desaparecieron y fueron numerosas las casas que quedaron destrozadas, debido al derrumbe de la gran muralla que separaba la Rambla del pueblo. Cuatrocientos metros de muro vencidos por la corriente, que penetró a sus anchas por doce calles y la plaza principal, que quedaron indefensas contra la inmensa montaña de agua que las abatió tras superar la muralla.
En una de aquellas oleadas, la Rambla se llevó por delante el espléndido edificio destinado a carnicería y pescadería y poco después puso patas arriba la posada llamada de Levante, que quedó anegada. La fuerza imparable del agua entró en la botica de don José Sánchez Navarro, en la confitería de la familia Parra, en la posada de la Plaza, en el Casino y en el Teatro, causando graves destrozos. Las calles de los Álamos, de la Cruz, del Carmen, de Canalejas, de la Sacristía y del Príncipe se convirtieron en lagos y todo el pueblo y sus cortijadas quedaron sumidos en un profundo lamento.
La gran tormenta fue llegando a casi todos los puntos de la provincia a lo largo de la mañana. En la capital la lluvia empezó a caer a primera hora, antes de que abrieran los comercios; en Albox sobre las once de la mañana y en Macael, una hora antes. Las primeras noticias que llegaban de la sierra del mármol hablaban de una hora de truenos “espantosos” con el cielo negro como la boca de un lobo, una hora sin lluvia que hacía presagiar la gran tragedia. Después del aparato eléctrico llegó el diluvio. El agua empezó a caer con tanta fuerza que impedía ver los edificios de un lado a otro de las calles, convertidas en torrentes. En el barrio llamado del Barranco fue tal la fuerza de la corriente que sus casas quedaron anegadas, obligando a sus moradores a abrir troneras en los techos para ponerse a salvo.
La gran tormenta se cebó con todos los rincones de la provincia. En la localidad de Doña María descargó con tanta furia que una hora después de empezar a llover ya se habían desbordado las ramblas de la Seca, Escúllar y Santillana y todos los barrancos de aquella jurisdicción. Las aguas, aumentadas con el cauce del poderoso y temible río de Fiñana, arrastaron a sus paso carros, sillas, colchones, muebles, animales, olivos, parrales, sembrando el caos y la miseria a su paso.
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Eduardo de Vicente