Lo que no faltaba en ninguna casa

Casi todas las casas tenían patio, gallinero en el ‘terrao’ y un San Pancracio en la cocina

Casa del barrio de Regiones donde el patio era la parte más importante, el escenario que llenaba de sol y de aire las habitaciones.
Casa del barrio de Regiones donde el patio era la parte más importante, el escenario que llenaba de sol y de aire las habitaciones.
Eduardo de Vicente
02:03 • 25 sept. 2019 / actualizado a las 07:00 • 25 sept. 2019

Todavía no se había impuesto definitivamente la moda de los pisos y muchas familias aguantábamos la llegada de la modernidad en nuestras casas de siempre, en aquellas casas de planta baja y fachadas de cal que eran la esencia misma de la ciudad antigua.



La mayoría vivíamos en casas modestas de espacios reducidos para familias numerosas, aunque lo más importante, como decían nuestras madres, es que no nos faltara de nada. 



Había una serie de objetos comunes que formaban parte del ajuar oficial de las familias y estaban presentes en casi todos los hogares. La globalización de aquel tiempo pasaba por el retrato de los recién casados en blanco y negro con la firma de Guerry, que adornaba la pared principal del comedor. Eran muy comunes también las fotografías de Primera Comunión y las del hijo mayor haciendo el servicio militar.



La globalización pasaba también por los patios. En casi todas las casas el patio era como una sucursal en miniatura de la calle, el desahogo de la familia, un escenario de mil usos donde lo mismo jugaban y estudiaban los niños que se lavaba la ropa, se hacían unas migas o se criaban animales. Tan común como el patio era la pila de piedra donde  las madres se pasaban las horas restregando la ropa antes de que llegaran las lavadoras. 



En casi todas las casas había una pila con un espejo encima que solían utilizar los padres para afeitarse. Entre la pila y el espejo se colocaba una repisa de madera donde nunca falta la brocha y la cuchilla de afeitar, la loción de Varón Dandy y el bote de linimento Sloan, el popular Tío del Bigote, que era el único remedio que teníamos para los dolores musculares, veinte años antes de que descubriéramos el Reflex.



En casi todas las casas había un cuarto del váter con su púa y su papel de periódico y una escupidera blanca que por las noches se colocaba debajo de la cama para no tener que atravesar el patio de madrugada cuando tocara orinar. No faltaba la escupidera ni el almirez de bronce donde se fabricaba el ‘recaíllo’ del pimentón, ni el cedazo de la harina ni el adelanto del molinillo de café, que allá por los últimos años sesenta se fue imponiendo en los hogares a la vez que llegaban las televisiones. 



La tele, como antes la radio, se colocaba en el lugar más importante de la vivienda y se hacía con honores de fiesta.  Presidía el comedor como si fuera un tótem, superando en importancia a la máquina de coser o al mueble que destacaba en la pared principal. Todos teníamos un mueble con pretensiones de librería donde las madres solían colocar los pocos libros que había en las casas entre el jarrón de las flores y la muñeca con el vestido de gitana



Aquellos que tenían un nivel económico más saneado se podían permitir el lujo de embarcarse en una de aquellas enciclopedias que te vendían a plazos. Un día aparecía en la puerta un señor trajeado con un maletín negro en la mano y un acento de otra tierra y con mucha educación convencía a nuestros padres de que necesitábamos tener un diccionario de siete tomos o los cinco volúmenes de las maravillas del mundo para que los niños, en edad de estudiar, tuviéramos la mejor fuente de consulta a mano. Letra a letra, mes a mes, las familias iban pagando aquellas enciclopedias que a la hora de la verdad solo servían para adornar el mueble y que pareciera que en aquella casa vivía gente culta con estudios.


La globalización pasaba por las enciclopedias que se hicieron tan comunes entre la clase media y por el crucifijo y el retrato de la Purísima que se colgaban en los dormitorios. Con el paso de los años, cuando tuve conciencia de uno de los usos que se le daba al dormitorio además del de descansar, me hice la pregunta de cómo podían motivarse los matrimonios en la intimidad teniendo presentes encima de sus cabezas a la Dolorosa o al pobre Cristo atravesado por clavos. 


Casi todas las casas tenían su crucifijo, su San Pancracio en la cocina oliendo a perejil, un Niño Jesús en la mesita de noche y una caja de mariposas de las que se echaban en el aceite cuando tocaba acordarse del alma de los difuntos. Casi todos teníamos a mano un flexo para estudiar, uno solo para toda la familia; un bote viejo de ‘Flee’ para los mosquitos, un infiernillo de alcohol donde el practicante hervía la jeringa y la aguja antes de pincharnos, una ratonera, unos cuantos pares de botas de agua guardados en el cuarto de los trastos, un botijo de agua que habíamos comprado en Níjar y un gallinero vencido en el terrado que nos contaba una vieja historia de supervivencia familiar.


En casi todas las casas había una mecedora que se colocaba cerca de la ventana para que la abuela pudiera ver el sol que entraba desde la calle, un rincón sagrado donde aquellas mujeres vestidas siempre de luto se pasaban las tardes rezando el rosario, mientras nosotros las mirábamos con distancia mientras hacíamos la tarea.


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