Estábamos en racha. Acabábamos de inaugurar un boliche en el balneario de San Miguel, la luz eléctrica estaba a punto de bendecir los pueblos de la comarca de los Vélez y además nos mandaban de regalo todo un campeonato del mundo de pesca submarina.
La olvidada Almería, la provincia que lloraba su aislamiento, ese recóndito rincón del mapa que no paraba de exportar emigrantes, la tierra maldita que nunca salía en los reportajes del NO-DO de los cines salvo cuando la sacudía una catástrofe, había sido elegida para acoger a los mejores pescadores oceánicos del mundo.
Era nuestra primera gran oportunidad para decirle al extranjero que aquí no teníamos carreteras, ni aeropuerto, ni industrias, pero vivíamos como reyes en un clima privilegiado, con unas playas vírgenes y un litoral que estaba aún por descubrir.
Era la gran ocasión de decirle al mundo que existíamos y de hacerle un guiño a las agencias turísticas para que por los menos nos trajeran las sobras. Íbamos a recibir a deportistas de Argentina, de Australia, de Estados Unidos, de Brasil y de media Europa y teníamos que prepararnos para ofrecer una digna imagen.
En aquellos tiempos, cuando en una casa íbamos a recibir una visita, se barría, se fregaba y se pasaba el trapo del polvo por rincones que no sabíamos ni que existían, y algo parecido ocurrió en la ciudad en las semanas previas al mes de agosto de 1961, cuando estábamos a punto de recibir la visita de la gran comitiva extranjera. Limpiamos el polvo de las esquinas y desde la alcaldía se invitó a todos los almerienses a que embellecieran sus fachadas.
Podíamos ser pobres, pero lo que no podíamos parecer es que éramos unos guarros. Los barrenderos tuvieron que emplearse a fondo durante aquellos días y el oficio de ‘blanqueaor’ fue el más cotizado en los barrios humildes, cuando todos los vecinos compitieron por tener la fachada más blanca y mejor pintada.
Ese afán por parecer mejores de lo que éramos permitió que algunos caminos intransitables se adecentaran para que parecieran carreteras. Fue un gran milagro la mañana que aparecieron los operarios con la maquinaria para asfaltar, por primera vez, la maltrecha carretera que llegaba a Rodalquilar.
Aquella primavera, en vísperas del gran acontecimiento, se pisó el acelerador para que la luz eléctrica siguiera llegando a los pueblos que todavía estaban a oscuras, lo que permitió que lugares privados de energía eléctrica como la zona de los Vélez, Lubrín, Tahal, Uleila del Campo, Alcudia y Benizalón empezaran a salir de las tinieblas.
Barrimos bien las calles, blanqueamos las fachadas, la regadora limpió las avenidas y le abrimos las puertas de par en par a tanto extranjero vestido de hombre rana. El día de la inauguración del campeonato hubo un desfile, un desfile con nuestras costumbres, es decir, por el Paseo y con la Guardia Civil y los niños de los Flechas Navales abriendo el cortejo. La benemérita imponía respeto y seriedad, mientras que la banda de los marineros ponía un punto pintoresco en las celebraciones.
Más de veinte países nos visitaron del 16 al 20 de agosto de 1961. Todos pudieron comprobar la belleza del litoral, el tamaño de nuestros meros y lo lejos que estábamos del mundo. Como todavía no nos habían hecho el aeropuerto, las selecciones tuvieron que venir por carretera. Las que llegaron por la de Málaga se tragaron las curvas de La Rábita y las que llegaron por Granada las del Ricaveral. Todas las penalidades que sufrieron en el camino se olvidaron con la grandeza de nuestras playas vírgenes y por la generosidad del pueblo almeriense, que acogió como héroes a los pescadores. Se les hizo todo tipo de agasajos y para que conocieran un poco más nuestras costumbres, sacamos a la calle la procesión de San Cristóbal para que subiera al cerro y nos llevamos a los deportistas a Berja para ofrecerles una tarde de toros, de moscas y de mujeres con mantillas. Casi nada.
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Eduardo de Vicente