Como todo era más simple, como mirábamos la vida directamente a los ojos no solíamos utilizar demasiados eufemismos a la hora de hablar, por lo que los niños de antes teníamos la costumbre de llamar a las cosas por su nombre sin reparar en las consecuencias. Al que era muy flaco le decíamos canijo, esqueleto o saco de huesos, y al que iba sobrado de peso le llamábamos gordo.
Un niño grueso era algo extraordinario, tanto que destacaba como si fuera una rareza. Como la mayoría formábamos parte de la cofradía del espíritu de la golosina, como vivíamos en un mundo de enclenques, de niños callejeros que se comían la merienda mientras jugaban en la calle y no engordaban ni aunque lo recomendara el médico, la figura del gordo destacaba sobre el resto, lo mismo en la escuela que en el entorno de la calle. Todos tuvimos en nuestra clase a un compañero sobrado de peso y todos compartimos nuestros juegos en el barrio con algún vecino que arrastraba el pesado estigma de los kilos como si fuera una condena.
El gordo se defendía mejor en la escuela, a la hora de los pupitres. Cuando estábamos en el aula escuchando la lección del maestro era uno más, pero la vida se le hacía menos agradable cuando había que salir al patio del colegio o la pista para hacer gimnasia. Nunca podré olvidar la crueldad de un maestro de Educación Física que allá por el año 1975 nos amargó la vida a un montón de niños y niñas del colegio Cruz de Caravaca. Quería que fuésemos atletas de la noche a la mañana y se empeñaba en que los más gruesos, los que no tenían elasticidad suficiente y les costaba un mundo moverse, se convirtieran en acróbatas. Cómo sufrían los pobres con sus kilos a cuestas cuando eran obligados a saltar el potro, sabiendo de antemano que se quedarían en el intento, que como mucho acabarían la aventura sentados en mitad del aparato o derrumbados sobre la colchoneta aguantando las carcajadas de los otros alumnos. Esa crueldad hacia el débil, esa falta de sensibilidad con el que no podía, la volví a vivir muchos años después cuando llegué a un campamento para hacer la mili. De nuevo, como en la infancia, la figura del gordo vivía condenada a las risas de los compañeros y a los arrestos de los mandos.
A veces éramos tan crueles con los que estaban demasiado gruesos que a la hora de los juegos los relegábamos a los papeles secundarios. Al gordo casi siempre le tocaba la papeleta de ponerse de portero cuando jugábamos al fútbol. Nadie quería ser portero porque lo divertido era correr y marcar goles, por lo que acabábamos nombrándolo a él, al que menos corría, al que más dificultades tenía para saltar, para que cubriera la portería, que entonces era una línea imaginaria que unía dos montones de piedras.
El gordo era el portero en el fútbol y el que hacía de madre en juegos de grupo. En el puño o vaina, donde se iba formando una cola de espaldas agachadas y los otros iban saltando encima, el grueso era el más temido y de pronto se convertía en el más competitivo, capaz de derribar aquel vagón infantil de un solo culetazo.
El que estaba pasado de kilos destacaba a su pesar porque se sentía como un extraño entre un regimiento de delgados. La mayoría éramos canijos porque nos gustaba más la calle y sus juegos que una buena merienda. Cuántas veces olvidábamos el bocadillo de mantequilla encima de un tranco mientras corríamos detrás de una pelota. Los niños de hace cincuenta años no sabíamos lo que era la bollería industrial y los pasteles nos los comíamos con los ojos pegados a los escaparates. Es verdad que nos daban sobrasada, morcilla, sartenes de migas, pero todas aquellas calorías que caían en nuestras venas se evaporaban después cuando salíamos a jugar a la calle.
Como nos pasábamos los días revoloteando estábamos instalados en una delgadez permanente, un estado que no era del agrado de todas las madres de aquella época, que soñaban con hijos rollizos. Mi madre me solía llevar al doctor don Manuel de Oña para que obrara el milagro de que cogiera unos kilos a fuerza de inyecciones de vitaminas.
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